La Protección Social
es un modelo integrador conceptualizado de manera variopinta
por economistas de distintos organismos multilaterales, entre
ellos el Banco Mundial, que en su documento sobre Manejo
Social del Riesgo (Holzmann & Jørgensen, 2000),
define éste como el marco conceptual para el Sistema
de Protección Social. Este es el paradigma impulsado
durante este lustro, en cabeza de la cartera a cargo.
En investigaciones cualitativas que no es del caso reseñar
acá, se observa como la mirada sectorializada de los
programas sociales lleva a confusiones, duplicidades y puntos
ciegos que disminuyen su costo-efectividad y hacen menos positivo
su impacto. La Protección Social ha mostrado ser una
buena herramienta para mitigar este efecto indeseable y otros,
pero en Colombia el modelo se quedó corto en su alcance
y nos debe poner a mirar en formas de aplicación más
exitosas, como la de Chile.
Con una implementación a medio camino y muy pocas personas
que entienden el modelo, se vienen escuchando propuestas un
poco traídas de los pelos, como desagregar del Ministerio
de la Protección Social ciertos temas laborales que están
en vigorosa relación con el bienestar y la calidad de
vida de la población, o como subordinar la protección
social al sector salud, cuando lo que se ha venido promulgando,
incluso en las Conferencias de la Promoción de la Salud
desde Ottawa en 1986, es justamente fortalecer la acción
intersectorial, camino que no se ha recorrido con coherencia.
Por ello, tal vez sería oportuna la promulgación
de una Ley Orgánica de la Protección Social (Véase
cuadro al final), que articule los esfuerzos intersectoriales
y asigne competencias claras a todos los actores comprometidos:
Público (en los niveles nacional y territorial), Privados
(fundamentalmente en lo relacionado con Responsabilidad Social
Empresarial) y Tercer Sector (ONGs, economía solidaria).
Así, tal vez se ayude a superar la visión cortoplacista
y de protagonismo en que cada cual quiere hacer la entrega del
subsidio y el fomento de nuevas prácticas, que conduce
a que cada quien en su autarquía, desgaste a las poblaciones
con multiplicidad de actividades desarticuladas que impiden
mejorar efectivamente la calidad de vida de las personas y las
comunidades con sostenibilidad, como pretende este modelo. En
cambio, la asignación específica de competencias,
como se formuló exitosamente en la Ley 715/01 y el Plan
Nacional de Salud Pública (apenas en implementación),
ha mostrado mejorar la eficiencia y el impacto sobre las comunidades.
Por otra parte, eso ayudaría a resolver la disyuntiva
de las transferencias. El Acto Legislativo 004 de 2007 que modificó
los artículos 356 y 357 de la Constitución, es
una norma que, en la práctica, le da más manejo
de recursos del gasto público social al gobierno central,
a expensas de los poderes territoriales donde la implementación
y la rendición de cuentas suelen ser más productivos,
según demostrados postulados de la teoría neoclásica
de la economía. Volver a los niveles de transferencias
dictaminados por la Constitución de 1991 antes de sus
modificaciones puede convertirse en un imperativo político,
como plantea la oposición gubernamental, y los recién
elegidos jefes de los entes territoriales que siguen gestionando
un referendo contra el Acto Legislativo en mención. Pero,
para evitar una crisis fiscal, esto debe venir acompañado
de nuevas competencias de las cuales debe descargarse al gobierno
central. Allí se lograría un equilibrio de poderes
(reducción de la inequidad vertical) muy propio del modelo
descentralizador al que, a decir verdad, este gobierno le dio
marcha atrás sin el menor comedimiento.
Eso sí: fijar la asignación de transferencias
bajo la más estricta vigilancia y control, como se ha
venido adelantando, es indispensable. Lo ideal de un proceso
de descentralización sería girar los recursos
y dejar que alcaldes y gobernadores decidan su aplicación
con sus comunidades. Pero esta propuesta sería ingenua
en nuestra coyuntura política . |