MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 241 OCTUBRE DEL AÑO 2018 ISNN 0124-4388 elpulso@sanvicentefundacion.com

Anatomía del miedo

Por: Alejandro Londoño
elpulso@sanvicentefundacion.com

N o pasaban más de cinco años desde la última epidemia de peste que había diezmado a menos de un tercio a la población cuando ocurrió esto que me propongo contarles.

Entre bubones y delirios habían perdido la vida por lo menos diez mil vivientes. Esta vez la epidemia se había ensañado con los chicos y los viejos, para dejar únicamente a una población de edad media, que habiendo perdido la inocencia de la niñez y la sabiduría de la senectud, se enfrentaba a los avatares de la vida sin la sabia intuición ni la docta ignorancia. Sus juicios y raciocinios estaban atravesados por un miedo arcaico y una estupidez que no permitía un pensamiento distinto al que dictaba su vientre.

El pueblo era un espacio chico, encajonado entre montañas que dejaban abierto un valle que atravesado por un río, daba la impresión de un pequeño tazón tarjado por el medio. Sus nuevos habitantes, o mejor dicho los sobrevivientes de esa fúrica plaga, eran gentes de montaña, pueblerinos doctos en sogas y leyes, pero ciegos a la razón o al pensamiento. Preocupados por sentirse majestades del mundo, buscaban con encono pequeñas excusas, para responsabilizar a cualquiera de males y perjuicios naturales, que siendo azares de la vida, se daban a nombrar como maldiciones, posesiones o brujerías.

Toda pequeña evidencia de algo desconocido para ellos, era contada y tratada como una amenaza maligna. Su sistema legal estaba constituido por gruesos baremos en los que el factor común era la crueldad y un lenguaje abstruso que mezclaba leyes divinas con razonamientos pseudocientíficos. Mi trabajo allí comenzó como médico de la peste, una vez había comenzando esa avalancha de mortandad. Visité cientos de enfermos que entre estertores solo requerían de una caricia o una voz amable, así viniera de alguien ataviado a modo de un pájaro de cuero.

Culminada la epidemia me fui a vivir en medio del bosque, alejado de la bulla y en busca de algo de tranquilidad y sosiego. Mi práctica estaba reducida a atender parturientas, suturar heridas de labranza y a curar pieles abscedadas. Corría por esos días la voz de que un engendro, un personaje monstruoso que era la encarnación de la malicia, emponzoñaba todo aquello que miraba. Lo trataban de demonio, de poseso y no bien se acercaba, era violentamente repudiado y puesto a correr por todo aquello que le lanzaban. Fue capturado un día miércoles bajo los graves cargos de “haber mantenido tratos con el demonio, con la oscura intención de obtener favores lúbricos de las doncellas y bienes materiales, produciéndoles a las buenas gentes de la provincia la locura demoniaca”. Según las leyes, estos delitos solo podían ser castigados en la pira, no sin antes haber pasado por el potro de tortura y haber confesado con arrepentimiento sincero sus tratos con lucifer.

El despacho municipal, que por aquel entonces construía leyes con el clero, nombró una comisión conformada por: “el altísimo padre de la iglesia y benefactor del mundo, Leopoldus Tara; el excelentísimo comisionado en leyes, Jhonatan Alubis y el médico de aldea, Abrenuncio Domicó”. A los dos primeros se les encomendó redactar la sentencia y a mí, evaluar al presunto diablo, en busca de señales malignas que fueses evidencias de tratos con el infierno. Mi sorpresa fue terrible y dolorosa apenas abrí la puerta del calabozo y me encontré a un ovillo de harapos, que yaciendo sobre un piso de piedra, como colchón no tenía más que un puñado de paja atestado de chinches y piojos. Me costó que volviera en sí y tuve que gritarlo y zarandear fuerte su hombro antes de que pudiera salir de su sopor de atormentado.

No pude contener las lágrimas con la vista de aquella cara asaltada por el mundo y echada a menos por la maldad del hombre. Tenía ojillos pequeños, como de vacuno, que miraban con bondad e inocencia y un pelo enmarañado que caía en racimos cubriendo su fisionomía. Su cara, echada a perder de la nariz hacia abajo, producía con la sola mirada una punzada violenta en el interior de cráneo. Su boca había sido hecha añicos años atrás y era atravesada en el medio, justo de arriba a abajo, por una profunda cicatriz que dejaba ver unos pequeños dientes todos cariados. Era difícil comprenderlo, pues su lengua se asomaba por la puerta de unos labios que no le hacían limite. Su hablar era seseante y en su producción le era imposible contener la saliva que saltaba expelida por el vibrato de su lengua contra la fenestra abierta de su boca. Su cuerpito era enjuto y escaso de carnes, dejando asomar toda su osamenta a través de una piel tan delgada como un pellejo.

Las lágrimas le corrían por sus mejillas y al llegar a su boca, formaban cuerpo con sus babas. Me pedía clemencia, solicitaba mi perdón y mientras abrazaba mi cintura gritaba su inocencia. Alargó su mano para entregarme algo, un raído trozo de tela escrito con un pedazo de carbón que encontró ente la paja, daba cuenta de su voz, esa que por motivos anatómicos se hacía tan difícil comprender. Me conmovió su escueto relato y su declaración de vida, una que me pedía salvar en honor a mi oficio de médico.

“Me llamo Benigno Siles y no soy demonio, no tengo por dentro más que la sensibilidad de un hombre criado entre tragedias y soledades de florestas. Abandonado al nacimiento fui entregado a las montañas y criado por una honesta familia que conociendo la sabiduría de la tierra y sus ciclos, me permitió mamar de las ubres de las cabras y labrar desde pequeño. Temprano sufrí una segunda pérdida, cuando mis padres murieron a manos de villanos, no sin antes ellos sellar mi destino con un tajo entre mi cara. Huí de allí porque me creyeron muerto, me escondí entre peñascos y fue el mullido musgo quien alentó la curación de eso que alguna vez fue cara. Aprendí a hacer fuego acariciando dos maderos y este me protegió de las fauces de la noche.

Mis amigos eran los abedules, los cipreses y toda criatura viva que se moviera, arrastrara o volara por los cielos. Al cabo de un tiempo aprendí la “natura lengua” y todo se me hizo claro entre los bosques. El cielo me avisaba de tormentas, la tierra susurraba la madurez de sus frutos y una vez terminaba el tiempo de los animales, eran ellos mismos quienes me ofrecían la proteína de su carne. Brujo no soy y poseído menos, y si hablo lenguas jamás oídas por el hombre, es porque él se hizo sordo a los susurros de la tierra, al aluvión de la sabia en los troncos y al canto de las piedras. No añoro más que mi libertad y esa es mi verdadera riqueza. No quiero su oro, no participo de sus cultos y mis únicos anhelos son el silencio de la noche y mi serenidad en su escalada”.

Esa tarde conocí de primera mano lo que hace el miedo, que sumado a la ignorancia y la soberbia permitía el terror y no reparaba nunca daños en su avance. Mis instrumentos médicos pasaron de amplificadores de la fisiología del cuerpo a instrumentos de herrería. Mi martillo se hizo cerrajero y mis instrumentos de sutura fueron escoplos de escapada.


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