MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 240 SEPTIEMBRE DEL AÑO 2018 ISNN 0124-4388 elpulso@sanvicentefundacion.com
V idas he tenido muchas, mundos he experimentado dos. Uno con los ojos abiertos, a plena luz del día, alimentado por los sentidos y adobado por las ideas; el otro en cambio, en la tiniebla de la noche, se pinta oscuro, abisal, frenético y azaroso. Fui educado en la filosa mirada, en el sensible tacto, en lo agudo del olfato y en la apertura de la oreja, pero nunca, nunca me presentaron aquello que habitaba entre el sopor del sueño. Desconocía los misterios que bajo los párpados comunicaban las verdades veladas a la conciencia. Ignoraba la semiología de las ojeras, el porqué de la patada nocturna, del resuello, la causa del trismus y del masticar postrero. Apenas leía signos en la superficie y desatendía las causas de las causas, las razones últimas. ¿Qué tal si en la penumbra del día y en la inconsciencia del sueño se ocultaba un detalle obviado pero definitivo? ¿La clave oculta de una angustia o el nacimiento de los miedos? Luego de una guardia llegué a mi casa hecho trizas, un remedo de cuerpo movido por la inercia y la expectativa de mi lecho. Narcotizado por la fatiga viajé a los dominios de Morfeo aun vestido con mi overol de Galeno. Mi tarea sería recordar los sueños, disecar las imágenes y buscar en ellas algún significado oculto que pudiera serme útil en el entendimiento de aquello que vivido durante la vigilia se me presentaba como un enigma o un absurdo. Perseguiría la lógica onírica y despejaría las variables de la ecuación nocturna. Dedicado por esos días a escuchar dolores y a intentar salvar de sufrimientos, serían estos la materia prima y la argamasa que me dedicaría a rumiar y editar en mi inconsciencia. Les narro los recuerdos de mis sueños de ese día: Caminaba en el entramado del sueño siendo testigo de ese país de agónicos que me he dado a llamar La patria Dolens. Pude reconocer el inicio de sus dominios una vez avanzaba y comenzaba a escuchar quejidos lastimosos. El camino a su patria no era formado por adoquines ni asfalto, sino construido por gruesas losas de un material rudo que casi no permitía el tacto. La materia prima con la que construían estos ladrillos era las cenizas de los cuerpos muertos que remojadas en lágrimas daban como producto un material tan firme como el acero. Cada paso dado sobre este terreno producía un ruido que más parecía un lamento. Un tipo de grito desgarrador que no permitía que se lo ignorara. La arquitectura de este sitio se caracterizaba por sus soledades. Largas callejas habitadas únicamente por lamentos y un susurrar de fantasmas. El ambiente era frío hasta el punto de calarte las coyunturas y convertir cada movimiento en una agonía renovada. Tardé en encontrar a sus habitantes y más tardé en poder comunicarme con alguno de ellos. Eran esquivos, desconfiados, toscos algunos y otros llenos de pudores y vergüenzas. No entendían nada de mi idioma y demoré en comprender que no hablaban lengua alguna que yo conociera. Su idioma eran las muecas del dolor, todos gestos doloridos que tallados en su rostro comunicaban las tragedias de sus vidas. Profundas muescas en las frentes y amarguras en los ojos daban a conocer los textos de sus almas. Sus caras eran diarios de pasiones que gracias a los pliegues, las arrugas y la mímica narraban todo tipo de dolores. En grupo parlamentaban a través de gritos y lagrimones y se obstinaban en lamentos plañideros. Todos quejumbrosos no conocían experiencia alguna diferente a sus dolores. Empatizaban con tal facilidad que se hacía peligroso mirarlos unos instantes, pues de inmediato tu pecho comenzaba a sentirse invadido por una amargura tan profunda, que parecía como si un trozo de hielo te atravesara el alma. Ese pesar te germinaba adentro y a medida que pasaban los minutos se hacía más difícil desembarazarse de esa pena. La sonrisa no existía, era como si sus rostros no conocieran la alegría. En sus lamentos existían todas las gradaciones del dolor y la tristeza. Todas las manifestaciones de su cultura no eran sino versiones de sus penas. Su música era cadenciosa y desesperada; sus canciones, lamentos desgarradores expresados en largos gritos disonantes; su literatura, solo conocía a la tragedia; sus danzas, un reptar de cuerpos con movimientos zombis y moribundos; sus canciones de cuna, una letanía de desgracias. En los días cívicos o en las fiestas nacionales, se reunían en las plazas públicas y arengados por sus líderes entonaban los llamados “melodramas y suplicios”, todos tipos de poemas largos que narraban las diferentes posibilidades de los dolores de la vida. Su política no era guiada por caudillos ni líderes sociales, sino por unas figuras públicas conocidos como “plañidores” o “directores de llanto”. A los niños se les adiestraba desde muy temprano con manuales pedagógicos que contenían temas como: la definición de los pesares, formas del llanto, la gramática de la tragedia, la organización del melodrama entre otros muchos. Su religión era la tristeza y sus pecados eran las alegrías, sus héroes los mártires y sus próceres los torturados. En sus manuales de leyes figuraban como las faltas más graves todas aquellas relacionadas con los placeres y el alivio de los dolores y su mayor obra literaria era “la anatomía de la melancolía” de Burton. Supe de este sueño que la tristeza se enseña y que al dolor se lo puede convertir en un destino, conocí de los peligros que se corren cuando solo se escuchan amarguras y del riesgo que supone erradicar la alegría. Habría que convertirse en partero de dolores y clínico de duelos si se deseaba ayudar a los habitantes de esa amarga patria.
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