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La carta a los efesios fue escrita por el apóstol Pablo durante su cautiverio en Roma, aproximadamente hacia el año 62 d.C.
Éfeso en tiempos de Pablo tenía una población cercana al medio millón de personas, era la capital de la provincia romana de Asia y residencia oficial del gobernador. Estaba situada en un lugar privilegiado de la costa del Mediterráneo, con un puerto de mucho tráfico y una importante vía de comunicación con el interior de Asia Menor. El culto a la diosa Diana, en cuyo honor se había erigido en Éfeso un templo al que acudían en peregrinación devotos de «toda Asia y el mundo entero» (Hch 19.23–41), contribuía a aumentar el prestigio de la ciudad.
Pablo conocía muy bien esta comunidad cristiana, en el libro de los Hechos de los Apóstoles se hace referencia a dos visitas realizadas a esta ciudad. La primera fue breve (Hch 18.19–21), pero la segunda se prolongó «por tres años» (Hch 19.1–20.1, 31), un período cuya duración indica la importancia de la obra misionera allí realizada. Las frecuentes alusiones que en otras epístolas hace Pablo a Éfeso, o a personas relacionadas con esta ciudad, revelan que lo unían estrechos lazos de trabajo y afecto con la comunidad allí establecida (cf. 1 Co 15.32; 16.8; 1 Ti 1.3; 2 Ti 1.18; 4.12).
Más que carta, la Epístola a los Efesios es un escrito doctrinal y exhortatorio, que pone de manifiesto en su autor fundamentales intereses pedagógicos y pastorales. Es una reflexión sobre la iglesia, vista como cuerpo de Cristo (1.22b-23; 4.15–16. Cf. Col 1.18), y una sólida enseñanza acerca de la salvación que Dios ofrece a los pecadores (2.4–9). Un dato curiosos es que en esta epístola se advierte una casi total ausencia de nombres propios (por excepción, en 6.21 se cita a Tíquico) y de saludos personales que son habituales en los escritos paulinos; por esta razón se piensa que se trata más bien de una especie de carta circular dirigida a diversas congregaciones.
Ocurría que los judíos convertidos se inclinaban a ser exclusivos y a separarse de sus hermanos gentiles. Esta situación en la iglesia de Éfeso pudo haber motivado la escritura de esta carta, la idea fundamental de la unidad de la iglesia, especialmente entre los creyentes judíos y gentiles; es probable que el texto clave para iluminar la epístola sea: “hasta que todos lleguemos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de la estatura de la plenitud de Cristo.”(4, 13). Como vemos el pensamiento en torno al cual se estructura la Epístola es la unidad de la iglesia y de toda la creación bajo el gobierno de Cristo resucitado (1.20–22a), en quien se han de “reunir todas las cosas... en el cumplimiento de los tiempos establecidos” (1.9–10). Este es el propósito de Dios, mantenido en el secreto de su sabiduría (3.10), el cual ahora ha de ser revelado universalmente por medio de la iglesia (3.10–11).
El texto de la carta consta de dos secciones principales. La primera (1.3–3.21), de índole doctrinal, se presenta a continuación de unas palabras iniciales de saludo (1.1–2). La segunda (4.1–6.20) contiene una serie de exhortaciones a vivir de acuerdo con la vocación y la fe cristiana. Por último, un breve epílogo pone punto final a la carta (6.21–24).
La sección doctrinal comienza con una alabanza a Dios (1.3–14), que nos escogió en Cristo desde antes de la creación (v.4) y nos predestinó «para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo» (v.5). Esa elección y destino pertenecen al «misterio de la voluntad» divina, ahora manifestado, de que tanto judíos como gentiles son llamados a participar de los beneficios de la redención (1.7; 2.11–22).
De una forma especial el capítulo 2 recuerda a los lectores que, aunque antes estaban muertos en sus «delitos y pecados» (2.1–3), ahora son salvos por gracia (2.5) y forman parte de un pueblo único, en el que no hay diferencias de clase ni enemistades de raza (2.14–16), pues todos en él pertenecen a la familia de Dios (2.19–22).
En la segunda sección, el apóstol exhorta a guardar «la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz» (4.3–6), lo que en nada se opone a la diversidad de los dones espirituales que deben estar siempre presentes en la iglesia (4.7–16; cf.1 Co 12).
La vocación cristiana ha de manifestarse en la renovación profunda de la persona, con el abandono de los antiguos hábitos perniciosos y haciendo concordar pensamientos, palabras y actitudes con la realidad de la nueva vida en Cristo (4.22–24). Los principios del Espíritu: «bondad, justicia y verdad» (5.9), deben gobernar el corazón de los creyentes y presidir todas sus relaciones humanas: de esposas y esposos, de padres e hijos, y aun de amos y esclavos (5.21–6.9).
Particularmente importante es el pasaje 5.21–33, donde el autor establece un paralelismo entre la unidad esencial de Cristo y su iglesia y la figura del matrimonio.
La sección concluye con una exhortación a luchar contra el mal. La indumentaria y las armas del soldado inspiran a Pablo la figura militar que hallamos en 6.10–20, con la cual, más una última nota de despedida, termina el cuerpo central de la carta.
El antiguo testamento nos enseña que en el principio el plan de Dios es edificar un pueblo en donde recida su gloría “Dios con nosotros”, sin embargo en los libros de Samuel y de los Reyes se nos narran el empeño de los israelitas de tener un Rey y un santuario; la interpretación la da el mismo Dios en boca del profeta: “no te desprecian a ti si no a mi, nombran un rey para que yo no los gobierne y quieren un templo cuando ni el universo entero es capaz de contener mi gloria”. A concecuencia de esto se sucitan diferentes clases jerárquicas, políticas y económicas, sin mecionar una estructura religiosa que gira alrededor del templo de Jerusalén. Se vuelve un circulo vicioso, se rompe la comunión con Dios, posteriormente con el otro, y al romperse con el otro se rompe con el mismo Dios.
El antiguo templo de Jerusalén fue contruido por Salomón, posteriormente reedificado despues del exilio por Zorobabel, rededicado en múltiples ocasiones por Nehemias, Esdras, y por los Macabeos. Por último fue reformado y ampliado por Herodes el grande. En el año 70 d.c. destruido por los romanos, al mando de Tito, emperador romano hijo de Vespaciano.
La estructura del templo era un patio externo para los gentiles, uno al interior para las mujeres y uno más adentro para los varones judíos. Propiamente adentro del templo se describe el lugar Santo en donde la clase sacerdotal realizaba diariamente los diferentes ritos. Y el lugar Santísimo, separado por una cortina, en donde se guardaba el arca de la alianza y se creía recidia la gloría de Dios, aquí solo podía entrar el gran sumo sacerdote una vez al año, durante la fiesta del Yonki-Pur.En la mentalidad judía existía la creencia de diferentes niveles de pureza y dignidad, unos más lejos y otros más cerca de Dios. Arquitectónicamente separados por muros, habitaciones, cortinas. Dicho de otra forma no existia libre acceso a Dios ni entre los mismos hombres. Se habían levantado paredes infranqueables al interior del mismo pueblo, existian excluidos y marginados, entre ellos: extanjeros, mujeres, niños, enfermos, pecadores, etc.
Después del misterio pascual, la muerte y resurrección de Jesús, comienza a anunciarse la buena noticia, y cientos de personas reciben el bautismo y el Espíritu Santo. Inicialmente se entiende que este nuevo movimiento es una secta al interior del judaísmo, y de hecho los cristianos de Jerusalén, precididos por los apóstoles, argumentan la necesidad de que los gentiles neoconversos deben ser primero prosélitos, circuncidarse y levar el yugo de la Ley.
Paradójicamente, el Espíritu de Dios se derrama sobre: extranjeros, gentiles, incircuncisos, mujeres, enfermos, etc. La Iglesia de Antioquía y Pablo contra argumentan que la Ley es del pasado, que en Cristo se sella una nueva alianza y que todo esto es diferente y distante al judaísmo, se trata de algo completamente nuevo.
Todo esto trae como consecuencia enfrentamientos entre Pedro y Pablo, la comunidad de Jerusalén y la de ciudades gentiles, estas diferencias son subsanadas en el año 50 d.c., en lo que se conoce como el concilio de Jerusalén.
“Que hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros no imponeros más cargas que estas necesarias: Abstenerse de lo sacrificado a los ídolos, de la sangre, de lo ahogado y de la fornicación. Haréis bien en guardaros de estas cosas.” Hechos (15:28-29). En otras palabras del mismo texto: “Nosotros más bien creemos que nos salvamos por la gracia de nuestro Señor Jesucristo”.
Mt 25, 51 nos narra que ese viernes a la hora nona, cuando Jesús muere y entrega el Espíritu, la cortina del templo se desgarra de arriba abajo, el antiguo velo deja al descubierto que la presencia de Dios ya no habita en ese lugar, más aún deja claro que ya no existen separaciones, que hay libre acceso a Dios por los meritos del Mesías, ya no se necesitan ritos, ni sacrificios, “Dios es con nosotros”, y de la misma manera ya tampoco existen divisiones ni diferencias entre los hombres, la Ley se resume en el amor.
Las palabras de Pablo siguen siendo vigentes. Al interior de nuestras comunidades no deben existir divisiones, ni sectarismos, mucho menos jerarquías ni estratificaciones. El culmen de la revelación Cristiana, esa que se dejo ver detrás del velo del templo, es que Dios sale al encuentro de sus hijos, quiere vivir en medio de ellos, hablar con ellos de tú a tú, y que el muro más alto que nos separa de Él es el mismo que nos separa de los hermanos. La tarea es derrumbar esas murallas raciales, económicas, sociales, de género, académicas; tirar abajo los totalitarismos, pensamientos políticos, regímenes, ideológicos y todo aquello que nos separa de la humanidad de los hermanos y que al mismo tiempo nos separa de Jesús y de nuestra propia humanidad.
Esto no es tarea fácil, pues debemos primero salir de nosotros mismos, de la prisión en la que estamos atrapados a causa de nuestra rigidez, miedo, culpa y pecado. Esto solo lo puede hacer el Espíritu Santo, descender a nuestro infierno y rasgar el telón que nos separa del creador, no lleva a la unidad con Él, y con Él a los hermanos. Al mismo tiempo la unidad con los hermanos nos lleva a la Unidad con el mismo Dios. Solo de esta forma se cumple la promesa del Reino de Dios, la, unidad de la Iglesia, la nueva Jerusalén, el paraíso, Edén, el cuerpo místico de Cristo.
Porque Cristo es nuestra paz: de los dos pueblos ha hecho uno solo, derribando mediante su sacrificio el muro de enemistad que nos separaba, pues anuló la ley con sus mandamientos y requisitos. Esto lo hizo para crear en sí mismo de los dos pueblos una nueva humanidad al hacer la paz, para reconciliar con Dios a ambos en un solo cuerpo mediante la cruz, por la que dio muerte a la enemistad. Ef 2, 14-16.
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