MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 246 MARZO DEL AÑO 2019 ISNN 0124-4388 elpulso@sanvicentefundacion.com

Grecia I ¡Que les dioses nos amparen!

Por: Damian Rua Valencia. Magister en Literatura Francesa comparada Universidad de Estrasburgo – Francia
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Yo quería conocer la capital griega desde mi más tierna edad. Más o menos desde el momento en que tomé consciencia de que la gélida Atenas sudamericana se encuentra a más de 500 kilómetros del mar y de que alguna diferencia hay entre Monserrate y la Acrópolis. Aprovechando la oferta de un vuelo low cost, emprendí un periplo que, aunque mucho más modesto que el de Ulises, no estaba desprovisto de peligros, recompensas ni de los escollos de las Escilas y Caribdis de los controles migratorios.

Algunos amigos (franceses, claro está, que racionalizan todo antes de tener una experiencia directa) me habían prevenido contra una decepción más que probable: Grecia ya no era ni sombra de la grandeza de antaño. Las medidas de austeridad impuestas desde Bruselas y las deudas con la banca alemana habían empujado a los griegos a descuidar monumentos, calles y edificios públicos e, incluso, a rematar parte de su patrimonio. En otras palabras, me decían que la ciudad ofrecía un paisaje feo y enajenado.

Durante el vuelo de Fráncfort a Atenas, un hecho pintoresco confirmaba las advertencias de mis amigos: una alemana simpática sentada a mi lado con un método para aprender griego me alababa las ventajas del clima del sur del Peloponeso, donde tenía una “casita”. “Yo no voy de viaje, me dijo: yo estoy volviendo a casa”.

Después de haber hecho el trayecto en bus desde el aeropuerto Eleftherios Venizelos, ubicado a unos veinte kilómetros de la plaza Síntagma, en el centro de Atenas, la primera cosa que llama la atención es la energía y el bullicio de las calles. Los gritos alegres de los taxistas se confunden con el de los choferes de bus que se confunden, a su vez, con los pitidos de los carros y las conversaciones de los transeúntes.

Todo parece amabilidad y alegría en estas gentes que han sabido mantener la cabeza erguida en los momentos de crisis. No sólo en los muy turísticos barrios de Plaka, Monastiraki, Psiri sino también en aquellos donde no se ve ni sombra de un turista, uno se siente como en casa, y atraído por el sonido de una lengua que, para mi sorpresa y sin restarle belleza, parece más adecuada para echar cantaleta que para la filosofía. En Colono, donde nació Sófocles, y adonde llegó Edipo en su exilio sin luz, tuve la sensación de recorrer lugares no muy agraciados de Medellín, lo que me llevó a apresurar el paso pese a que luego me tranquilizaron con el argumento de que lo único a que me exponía en Atenas era al robo furtivo de un pacífico carterista.

Incluso el paisaje parece sonreír con indiferencia. Desde el monte Licabeto, punto más alto de la ciudad, al que conduce un sendero sembrado de olivos y de higueras de tuna, pude ver un atardecer digno de postal, con el cerro de la Acrópolis sin dioses en el centro y, al fondo, el mar mediterráneo y las islas de Egina y Salamina. En lo alto de ese lugar se levanta la capilla ortodoxa de San Jorge, lugar de peregrinación de creyentes, viajeros ateos y vendedores ambulantes.

Sin embargo, la ciudad muestra una imagen doble. A diferencia de otros países (que no quiero nombrar) que tratan de maquillar el lado paupérrimo de sus lugares, en Atenas los dos conviven y se entremezclan de una manera bastante singular. Tanto que uno no sabe a veces si está visitando una ruina antigua o yendo a almorzar a un restaurante. Edificios bajos, monótonos, embadurnados de grafitis lindan con sitios históricos de gran belleza, como la mezquita otomana de Tzistarakis que se camufla entre los tenderetes de los mercados.

A medida que uno se aleja del centro histórico, donde ya se notan las cicatrices de un país asfixiado por la economía, las calles se van despoblando de turistas, de ruinas antiguas, de tiendas con artículos griegos, y la ciudad comienza a parecerse a cualquier otra, con grandes avenidas y menesterosos durmiendo en las calles. La carretera que conduce de Atenas al cabo Sunio, donde están las ruinas del templo dedicado a Poseidón, se abre paso por entre sex shops y discotecas que prometen “bar and girls”. Cosa curiosa: en esta parte, quizá la más cotidiana de Atenas, las tiendas dejan de vender peplos y quitones, lechuzas (símbolo de la virginal Atenea) y estatuitas de héroes áticos, para llenarse de productos de marca gringos.

En el Pireo, puerto ubicado en la periferia que debe su renombre a Temístocles y a la guerra contra los persas, el contraste es más marcado. Al ser uno de los centros industriales más importantes de la ciudad y al no contar con templos antiguos, la vida se mueve de otra manera. Calles oscuras, edificios sucios y desvencijados, ferreterías y talleres despiden a los turistas que parten en cruceros por el mar Egeo.

A lo anterior se suma una inmigración ilegal proveniente de África que ve en Grecia una puerta de entrada para la Europa del norte. Por eso no es raro encontrar, además del sonido de los tradicionales buzukis griegos, músicas de tambores y ritmos senegaleses. Por eso tampoco es raro verlos correr y perderse por los dédalos de la ciudad ante la amenaza de los controles policiales y de los grupos de extrema derecha (como Amanecer dorado) que quieren ver en ellos la fuente de todos los males del país. Esteban, músico y artesano boliviano que vive en Atenas desde hace mucho tiempo, me contaba que hasta hace poco más de un año todo aquel que se atrevía a cantar en las calles se exponía a multas considerables. El fue testigo de los desmanes de la operación llamada irónicamente Xenios Zeus (Zeus hospitalario) que sometía a los inmigrantes, sobre todo a negros y a asiáticos, a interrogatorios abusivos.

Una panadera griega, a quien le pregunté cómo veía la situación, me decía que el Mediterráneo había visto peores crisis, pero aun así me hablaba del alza en los impuestos, del aumento del desempleo, de la miseria de los salarios, de la tiranía de los países del norte, del descontento general. “Cada quien se las arregla como puede”, me decía. Y, aunque ella es ortodoxa y cree en el dios único del desierto, remataba casi que implorando: “¡que los dioses nos amparen!”.


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