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Lo conocí cuando era chico y aun mi cabeza estaba cubierta con una hirsuta fronda crespa. Ahora, ya edéntulo, con mis manos nudosas y los reumatismos actuando como nostalgias, puedo reconocer el furor de esa terrible enfermedad.
De “Nosologías y patografías de la moral”, por Abrenuncio Domicó, médico.
Comencé a sospecharla por algunos signos específicos, que como rúbricas, anticipaban esa condición maligna. La mirada extraviada y las facciones exultantes que denunciaban la locura, fueron los primeros indicios de ese tipo de adicción, que ya sé, es peor que el morfinismo.
Del primer caso fui testigo en un camarada médico. Joven él, y con apenas semanas de terminada su formación universitaria, mantenía en mente una manía loca, ahora sé que era el principio de su delirio, de resolver el misterio de donde se escondía la vida. Las preguntas se atiborraban en su cabeza y se atarugaba de tanto conocimiento que en sus ojos se leía un tipo de indigestión encefálica. Cada palabra aprendida y cada teoría memorizada se constituían en dogmas ciegos e independientes, perdiendo así la noción de continuidad y los hilos invisibles que unen a las artes con el universo.
En ese momento aún creía podía salvarle de su arrebato fáustico, pero bien lo advertí, consideró mis palabras necias y amenazantes a su proyecto “salvador” que ahora adquiría la tozudez de una creencia ciega. Pasaba noches en vela redactando cartas y propuestas, para luego presentarlas en calidad de promesas. Aquellos gestos nobles y la sonrisa sincera que otrora le había conocido, se iban trocando por las formas de una mueca de maligna condescendencia.
Sus ojos se hacían chicos e iban hundiéndose en lo profundo de sus cuencas. El resto de su anatomía no era ajena a este tipo frenetismo, pues las carnes lo abandonaban y dejaban paso a una esperpéntica marioneta que liberada de sus cuerdas, corría en estampida ciega. Escalaba en posiciones sin reparar en daños, ni consecuencias. Perdía la noción de responsabilidad en sus decisiones y todo efecto tóxico o colateral de sus conductas, estaba en su punto ciego o pasaba a considerarlo como una lesión causada por terceros. Era de una obediencia irreflexiva cuando de cumplir tareas se trataba, si estas mismas ayudaban a sus causas y proyectos.
Convocaba asambleas, fundaba conclaves de engañados eruditos, prometía bienaventuranzas y con discursos emotivos y demagogos, taraba a incautos en sus filas. Un sentimiento enajenado, lo hacía percibirse como un salvador con la misión de lograr aquello que nadie mas había podido. Sentía en su palabra ley y su actuar era un destructor vector. No existían alteridades sino unidades que sumaban a su equipo.
Un día lo increpé con energía y llegué a rasgar las mangas de su camisa, buscando moretones y forúnculos propios de inyecciones clandestinas, pero su piel estaba limpia de todo estigma. Y entonces, ¿Qué podía ser aquello que hacía entrar en la locura sin escatimar en consecuencias?, ¿Qué causaba el insomnio de la manía, la ceguera moral de la psicopatía, y transmutaba al enfermo en un tipo de mesías?
Sin identificar fármacos ni sustancias introducidas en su cuerpo, fue que llegó la claridad a mi diagnóstico. No podía ser nada más que esa terrible y gravísima enfermedad causada por el poder. Ahora todos los signos eran claros y explicaban su comportamiento. La auto percepción mesiánica, las creencias delirantes, la necesidad de dividir entre un “nosotros” y un “ellos”, la ausencia de reflexión, el sentirse impulsado por una misión emparentada con lo sagrado, su alta contagiosidad, la ausencia de vacuna, la sensación de inocencia de quien padece el mal, el no medir sus consecuencias; todo, todo hacía parte de esa funesta enfermedad llamada PODER que es la más maligna de las drogas.
A la condición la llamé “poderismo” y al padeciente “poseso por exceso”, de forma que el juego de palabras y lo musical de su rima, no me dejara olvidar los riesgos y peligros de contagiarme de esa manía.
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