DELLÍN,   COLOMBIA,   SURAMÉRICA    AÑO 15    No. 180  SEPTIEMBRE DEL AÑO 2013    ISSN 0124-4388      elpulso@elhospital.org.co






 

 

 

Piedad Bonnett resucita
de la pasión y muerte de su hijo
Hernando Guzmán Paniagua - Periodista elpulso@elhospital.org.co
“Daniel murió en Nueva York el sábado 14 de mayo de 2011, a la una y diez de la tarde. Acababa de cumplir veintiocho años y llevaba diez meses estudiando una maestría en la Universidad de Columbia. Renata, mi hija mayor, me dio la noticia por teléfono dos horas después, con cuatro palabras, de las cuales la primera, pronunciada con voz vacilante, consciente del horror que desataría del otro lado, fue, claro está, mamá. Las tres restantes daban cuenta, sin ambages ni mentiras piadosas, del hecho, del dato simple y llano de que alguien infinitamente amado se ha ido para siempre, no volverá a mirarnos ni a sonreírnos”.
Así relató Piedad Bonnett, en “Lo que no tiene nombre”, el suicidio de su hijo, el artista de la plástica, Daniel Segura Bonnett.
En un conversatorio en el Hospital Universitario de San Vicente Fundación en Medellín el pasado 13 de agosto, la poetisa antioqueña, novelista y licenciada en Filosofía y Letras, compartió la significación de esta dolorosa experiencia.
“¿Cómo hice para escribir este libro? Daniel muere el 14 de mayo de 2011 en Nueva York donde hacía su maestría, y como hacemos las personas a quienes se nos muere alguien muy querido, inventamos un viaje el papá y yo, a un sitio con sol y belleza; escogemos a Italia, en tren para no tener que manejar, llevo unos libros sobre la muerte y sobre el suicidio, y sobre la enfermedad mental; no me llevé ningún libro técnico, llevé una historia del suicidio, hermosa, del inglés A. Álvarez. Es la concepción del suicidio desde los griegos y latinos hasta el mundo contemporáneo”.
Secando el generoso llanto, relata su acopio de cosas que los libros le decían, que articula con los recuerdos de la vida de Daniel en ocho años de lucha familiar con su enfermedad, desde los 19 años, luego de un año de desconcierto: “No sabemos qué está pasando, ¿crisis de vocación? Él, que siempre fue un niño adorable, nunca violento, brillante estudiante y deportista, empieza en la universidad a hacer cosas propias de personas con estos síntomas, lo abandonan asustados varios amigos, su mejor amiga lo echa de la casa, él decide mantener esto en el más absoluto secreto, ni siquiera con nosotros vuelve a hablar de esto, y lo rodeamos en ese silencio. Cuando muere, tomamos dos decisiones muy importantes: no ocultar el suicidio. Como familia liberal respetuosa de decisiones tan importantes, no teníamos por qué encubrir estos hechos como se hace en estas sociedades, como si eso fuera vergonzoso; el mensaje que le pusimos a la gente fue: “Queremos contarles que Daniel ayer se quitó la vida por su propia voluntad”.
La escritora y su familia, fieles a formas de espiritualidad distintas de la católica, celebran rituales de acompañamiento, con música, en las universidades de Columbia -en Estados Unidos- y Los Andes -en Colombia-. Querían una ceremonia íntima, pero las salas se llenaron de profesores, compañeros, amigos, de las abuelas, primas y ex novias que ni sabían lo de Daniel. Expresa Piedad: “Tanta gente ahí, triste y solidaria con nosotros, merecía saber esto. Yo como mamá les expliqué que Daniel amaba mucho la vida, si estuviera ahí talvez lamentaría el desenlace de su vida, no sabría si le daría tristeza haber muerto tan joven o definitivamente había sido una liberación consciente, debían saber que Daniel luchó con su enfermedad mental ocho años; los enfermos mentales pueden estar socializando con los demás, y ellos no saberlo, tienen miedo al estigma.
Escribiendo estos puntos, de pronto comprendí que la historia de Daniel tenía un terrible sentido trágico en el sentido griego: una noción de destino detrás, lo terrible es que luchamos todos para que ese no fuera el destino y sin embargo, en los últimos diez meses todo complotó y se precipitó; él no estaba confinado en la Universidad de Columbia como una persona con enfermedad mental. Para ingresar a Estados Unidos hay que contestar a la pregunta: “¿Tiene usted una enfermedad mental?”. Y deliberadamente lo autorizamos a mentir, había pasado en cuatro universidades y tenía derecho a irse”.
Bonnett recrea las vicisitudes de Daniel: la visa que no le quieren renovar, las arduas exigencias, la falta de medicación, el trato que le dan de estudiante común y corriente, y a lo cual él contribuye; todo conspira hacia un destino ineludible, en el cual “somos como moscas en las manos de los dioses”.
Piedad Bonnett refiere cómo su libro se le va convirtiendo en reflexiones y preguntas sobre el duelo, sobre el suicidio, sobre la enfermedad mental, sobre los tabús que rigen estos asuntos, y en una gran incógnita sobre el manejo médico y sobre la medicación para esta clase de enfermos. Maestra durante 30 años, se pregunta: ¿”Qué estamos enseñando? ¿Para qué? ¿Cuáles son los caminos del 'éxito' que le estamos trazando a la gente? ¡Un joven tan talentoso como Daniel pensaba que tenía que 'triunfar', en vez de buscar la felicidad! ¿Por qué no lo pude convencer de otra cosa?
Cualquiera que lea el libro se dará cuenta de que no hay rabia ni ajustes de cuentas con nadie, no dictamino ni hago saber especializado, estoy hablando desde la oscuridad y desde las preguntas, no desde las respuestas.
Es un acto de recuperación de ese ser querido, hago lo de los escritores: incomodar a la sociedad, narrando, que es lo que sé hacer; es un diálogo con muchos autores que me sirvieron para moverme en el límite en donde me quería mover: entre la emoción -muchas veces lloré mientras escribía-, la racionalidad, el temple y la contención; sabía que no podía ser un libro desbordado o sensiblero, siempre enseñé a los estudiantes en el taller de creación literaria, que tuve más de 20 años, que la sensiblería puede ser el mejor camino hacia la cursilería y la mediocridad, y que requería una gran contención literaria pero no convertir el libro en algo frío, especulativo o pretendidamente filosófico”.
En esta odisea donde se
conjuganla desventura y el amor, la oscuridad
y la luz,Piedad Bonnett representa a tantos padres y
madres cuya fuerza interior les permite resucitar
cada día en las muertes propias y ajenas.
Manifiesta la novelista que desde la aparición de “Lo que no tiene nombre”, en marzo de este año, su eco ha sido increíble: “Jamás lo imaginé, como tampoco ese contacto, ya no con el lector: el libro ha circulado por las manos de seres humanos que nunca se acercan a una librería, pero lo han comprado y lo hacen circular. Eso me recordó algo que los intelectuales a veces olvidamos: que la literatura está hecha para conmover en el sentido original de la palabra, para comunicar hondamente a los demás muchas cosas. Esa avalancha que he recibido, de cartas de chicos enfermos, de padres, de tantos seres adoloridos o que se han sentido tocados por la muerte, por el suicidio y por el amor; es lo que de alguna manera justifica todo lo que yo hice”.
Poco después del funeral y del lanzamiento de la novela, el dolor y la valentía de esta mujer miden fuerzas. En medio de su lacerante realidad, la autora lucha para repartir su corazón entre Daniel y los demás suicidas; aconseja a los familiares de pacientes mentales que los rodeen y apoyen con amor, informarse, agotar recursos, no cejar ante tanta indiferencia: “Y frente a la muerte de un hijo: aceptación. Es el principio de la serenidad”.
En esta odisea donde se conjugan la desventura y el amor, la oscuridad y la luz, Piedad Bonnett representa a tantos padres y madres cuya fuerza interior les permite resucitar cada día en las muertes propias y ajenas.
   

El club de los suicidas,
tan eterno como la eternidad
Muchas doncellas griegas se ahorcaban en la antigüedad para evitar un rapto o una violación; hoy en día, doncellas y adultos de ambos sexos se suicidan en cantidad alarmante por la crisis económica de Grecia, en donde las tasas de suicidio subieron más de 26% en los últimos años. Los demás países no escapan a este mal. La Organización Mundial de la Salud informó que cada año se suicidan un millón de personas en el mundo, 80% con enfermedades mentales no tratadas, como la depresión y el trastorno bipolar.
Antígona, Eurídice, Yocasta, Deyanira…suicidadas por mandato de los dioses, nunca imaginaron que la “Moira” multiplicaría la tragedia en esa proporción. Desde Sócrates hasta los suicidas de hoy, la lista de personajes que acudieron “a su cita con la oscuridad” como en la balada de Miriam Hernández, es interminable y pletórica de horror, de amores, frustraciones y toda la gama de situaciones humanas.
Múltiples visiones tratan de entender un acto que ni el mismo suicida ni sus familiares entienden. Es posible que no haya “más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio”, como plantea Camus en “El mito de Sísifo”. A Epicuro se le adjudica la frase “Todo el mundo se va de la vida como si acabara de nacer”. José Luis Gallero y otros expertos creen que el primer suicidio célebre de la poesía fue el de Safo de Lesbos, pero no está comprobado.
“El suicidio” (1897), de Emile Durkheim, figura como novela taxonómica de la desesperación. En formato más como de epitafios, los aforismos de su tocayo Ciorán cumplen un papel parecido: “Un libro es un suicidio aplazado”, “Mi misión es matar el tiempo, y la del tiempo es matarme en su turno a mí. Qué cómodo se encuentra uno entre asesinos”, son algunas de sus frases. Para el poeta surrealista francés Jacques Rigaut, autor de la "Agencia General del Suicidio", y quien se mató de un balazo en 1929, la vida no era más que el período de preparación para el acto supremo del suicidio.
“Han hecho de su muerte un poema”
Ninguna época le dio un halo de poesía tan exagerado al suicidio como la del romanticismo europeo. Por ello alguien dijo con derroche de humor negro que esos insignes literatos que se auto-eliminaron, “han hecho de su muerte un poema”. El poeta y dramaturgo alemán Heinrich Von Kleist (1777-1811), autor de “El príncipe de Hamburgo”, nunca estuvo más feliz que cuando anunció a su prima que iba a matarse. “No me esperes esta tarde, porque la noche será negra y blanca”, dijo Gerard de Nerval (1808-1855) a una tía suya, la víspera del día en que amaneció ahorcado en un callejón de París. Thomas Chatterton, el típico “artista incomprendido”, se mató porque a los 18 años creyó haber alcanzado el culmen de su creación.
Múltiples visiones tratan
de entender un acto que ni el mismo
suicida ni sus familiares entienden.
Es posible que no haya “más que
un problema filosófico verdaderamente
serio: el suicidio”, como plantea
Camus en “El mito de Sísifo”.
Karoline von Günderrode se suicidó a los 26 y poco antes de morir envió a su novio un pañuelo manchado de sangre y un mensaje parodiando el pañuelo de Desdémona, la de Otello. “Los infortunios del joven Werther” (1774) de Johann Wolfgang Von Goethe, subrayan la imposibilidad del hombre moderno de encontrar lugar en una sociedad regida por normas feudales y reivindica la libertad del hombre para decidir sobre sí mismo. Ferdinand Raimund (1790-1836), dramaturgo nacional de Austria, se mató por el temor de contraer la rabia por la mordedura de un perro.
Suicidios aristocráticos
Yukio Mishima (1925-1970), enemigo acérrimo de la occidentalización de post-guerra en el Japón y autor de “El mar de la fertilidad”, se infligió el suicidio ritual del “seppuku”; un compinche intentó cortarle la cabeza, falló tres veces y acertó a la cuarta. De un balazo murió el poeta colombiano José Asunción Silva (1865-1896); trastornado por la pérdida de casi todos sus escritos, la mayoría aún inéditos, y por la muerte de su hermana Elvira, un día antes de morir le pidió a su médico, el doctor Manrique, le dibujara sobre el pecho el lugar exacto del corazón. También murieron propinándose balazos, Ernest Hemingway y Sándor Marái.
Attila József (1905-1937), poeta húngaro, tomó 50 aspirinas que sólo le dieron gastritis aguda, otro veneno le resultó inocuo, se tiró en la ferrovía pero el tren frenó después de atropellar a otro suicida que se le anticipó; pero el siguiente tren sí no le perdonó la vida.
Raymond Roussel (1877-1933), escritor surrealista, para no fallar, ingirió 16 ampollas de Somnothyril, 15 de Sonéryl, 10 de Hypalène, 11 de Lutonal, 8 de Phanadorme, 10 de Neurinare y 12 de Veriane, una caja de Declonol y un frasco de Hyrpholene.
Con otro cóctel de estos se mató el escritor colombiano Andrés Caicedo Estela, y los poetas Vachel Lindsay (1879-1931) y Charlotte Mew (1869-1928), pioneros de la crítica cinematográfica, lo hicieron con Lysol, un desinfectante vaginal. Cesare Pavese con somníferos y la poetisa argentina Alejandra Pizarnik por sobredosis de seconal; en su diario, escribió: “¿Por qué sufro y me martirizo con los espectros de mi fantasía?”.
El poeta parisino Nicolás de Chamfort (1741-1794), aterrorizado por el riesgo de ser ajusticiado en la Revolución Francesa, se pegó un tiro en el paladar que le destrozó la nariz y la mandíbula pero no lo mató. Se hirió sin éxito varias veces en el cuello con un abrecartas, después en el pecho y en una pierna; sólo falleció varios días después, en un hospital. El gran narrador Horacio Quiroga (1878-1937) se casó con una alumna, quien en 1915 murió al beber un revelador de fotografías; Quiroga intentó matarse con una dosis letal de cianuro, un año antes de suicidarse su amigo el poeta Leopoldo Lugones con arsénico o con cicuta; el uruguayo, no obstante, murió por un tiro de escopeta que se dio en la cabeza. Más tarde se suicidaron su hija mayor, Eglé y su hijo Darío. Alfonsina Storni, con quien sostuvo Horacio un breve romance y una larga amistad, se arrojó al mar 20 años después. Virginia Woolf murió por inmersión en el río Ouse. Emilio Salgari, el creador de “Sandokán” y “El corsario negro”, se abrió el vientre con un cuchillo. Sylvia Plath y René Crevel inhalaron el gas de sus hornos caseros.
Cuando recuerdo los suicidios de personas muy cercanas como dos jovencitos hermanos, el de un sacerdote vecino y el de un magistrado que cayó del Palacio Nacional en Medellín a pocos metros de mí, sólo puedo recitar, como un rezo a la buena ventura, los versos de Porfirio Barba Jacob: “La muerte sopla su huracán violento / y fulge más la antorcha de la vida” .
   
Ocioso lector
“Lo que no
tiene nombre”
“Nadie llora: si uno de nosotros se rindiera al llanto arrastraría con su dolor a los demás. Siento, por un instante, que profanamos con nuestra presencia un espacio íntimo, ajeno; pero también, atrozmente, que estamos en un escenario. Me pregunto qué sucedió aquí en los últimos veinte minutos de vida de Daniel. ¿Acaso sostuvo consigo mismo un último diálogo ansioso, desesperado, dolorido? ¿O tal vez su lucidez fue oscurecida por un ejército de sombras?
(...)
"Dani, Dani querido. Me preguntaste alguna vez si te ayudaría a llegar al final. Nunca lo dije en voz alta, pero lo pensé mil veces: sí, te ayudaría, si de ese modo evitaba tu enorme sufrimiento. Y mira, nada pude hacer. Ahora, pues, he tratado de darle a tu vida, a tu muerte y a mi pena un sentido. Otros levantan monumentos, graban lápidas. Yo he vuelto a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más, para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras, porque ellas, que son móviles, que hablan siempre de manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba. Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme".
Extractos de la novela “Lo que no tiene nombre”, de Piedad Bonnett.



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