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Piedad Bonnett resucita
de la pasión y muerte de
su hijo
Hernando
Guzmán Paniagua - Periodista elpulso@elhospital.org.co
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Daniel
murió en Nueva York el sábado 14 de mayo de 2011,
a la una y diez de la tarde. Acababa de cumplir veintiocho años
y llevaba diez meses estudiando una maestría en la Universidad
de Columbia. Renata, mi hija mayor, me dio la noticia por teléfono
dos horas después, con cuatro palabras, de las cuales
la primera, pronunciada con voz vacilante, consciente del horror
que desataría del otro lado, fue, claro está,
mamá. Las tres restantes daban cuenta, sin ambages ni
mentiras piadosas, del hecho, del dato simple y llano de que
alguien infinitamente amado se ha ido para siempre, no volverá
a mirarnos ni a sonreírnos.
Así relató Piedad Bonnett, en Lo que no
tiene nombre, el suicidio de su hijo, el artista de la
plástica, Daniel Segura Bonnett. |
En
un conversatorio en el Hospital Universitario de San Vicente
Fundación en Medellín el pasado 13 de agosto,
la poetisa antioqueña, novelista y licenciada en Filosofía
y Letras, compartió la significación de esta dolorosa
experiencia.
¿Cómo hice para escribir este libro? Daniel
muere el 14 de mayo de 2011 en Nueva York donde hacía
su maestría, y como hacemos las personas a quienes se
nos muere alguien muy querido, inventamos un viaje el papá
y yo, a un sitio con sol y belleza; escogemos a Italia, en tren
para no tener que manejar, llevo unos libros sobre la muerte
y sobre el suicidio, y sobre la enfermedad mental; no me llevé
ningún libro técnico, llevé una historia
del suicidio, hermosa, del inglés A. Álvarez.
Es la concepción del suicidio desde los griegos y latinos
hasta el mundo contemporáneo.
Secando el generoso llanto, relata su acopio de cosas que los
libros le decían, que articula con los recuerdos de la
vida de Daniel en ocho años de lucha familiar con su
enfermedad, desde los 19 años, luego de un año
de desconcierto: No sabemos qué está pasando,
¿crisis de vocación? Él, que siempre fue
un niño adorable, nunca violento, brillante estudiante
y deportista, empieza en la universidad a hacer cosas propias
de personas con estos síntomas, lo abandonan asustados
varios amigos, su mejor amiga lo echa de la casa, él
decide mantener esto en el más absoluto secreto, ni siquiera
con nosotros vuelve a hablar de esto, y lo rodeamos en ese silencio.
Cuando muere, tomamos dos decisiones muy importantes: no ocultar
el suicidio. Como familia liberal respetuosa de decisiones tan
importantes, no teníamos por qué encubrir estos
hechos como se hace en estas sociedades, como si eso fuera vergonzoso;
el mensaje que le pusimos a la gente fue: Queremos contarles
que Daniel ayer se quitó la vida por su propia voluntad. |
La escritora y su
familia, fieles a formas de espiritualidad distintas de la católica,
celebran rituales de acompañamiento, con música,
en las universidades de Columbia -en Estados Unidos- y Los Andes
-en Colombia-. Querían una ceremonia íntima, pero
las salas se llenaron de profesores, compañeros, amigos,
de las abuelas, primas y ex novias que ni sabían lo de
Daniel. Expresa Piedad: Tanta gente ahí, triste
y solidaria con nosotros, merecía saber esto. Yo como
mamá les expliqué que Daniel amaba mucho la vida,
si estuviera ahí talvez lamentaría el desenlace
de su vida, no sabría si le daría tristeza haber
muerto tan joven o definitivamente había sido una liberación
consciente, debían saber que Daniel luchó con
su enfermedad mental ocho años; los enfermos mentales
pueden estar socializando con los demás, y ellos no saberlo,
tienen miedo al estigma. |
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Escribiendo
estos puntos, de pronto comprendí que la historia de
Daniel tenía un terrible sentido trágico en el
sentido griego: una noción de destino detrás,
lo terrible es que luchamos todos para que ese no fuera el destino
y sin embargo, en los últimos diez meses todo complotó
y se precipitó; él no estaba confinado en la Universidad
de Columbia como una persona con enfermedad mental. Para ingresar
a Estados Unidos hay que contestar a la pregunta: ¿Tiene
usted una enfermedad mental?. Y deliberadamente lo autorizamos
a mentir, había pasado en cuatro universidades y tenía
derecho a irse.
Bonnett recrea las vicisitudes de Daniel: la visa que no le
quieren renovar, las arduas exigencias, la falta de medicación,
el trato que le dan de estudiante común y corriente,
y a lo cual él contribuye; todo conspira hacia un destino
ineludible, en el cual somos como moscas en las manos
de los dioses. |
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Piedad
Bonnett refiere cómo su libro se le va convirtiendo en
reflexiones y preguntas sobre el duelo, sobre el suicidio, sobre
la enfermedad mental, sobre los tabús que rigen estos
asuntos, y en una gran incógnita sobre el manejo médico
y sobre la medicación para esta clase de enfermos. Maestra
durante 30 años, se pregunta: ¿Qué
estamos enseñando? ¿Para qué? ¿Cuáles
son los caminos del 'éxito' que le estamos trazando a
la gente? ¡Un joven tan talentoso como Daniel pensaba
que tenía que 'triunfar', en vez de buscar la felicidad!
¿Por qué no lo pude convencer de otra cosa? |
Cualquiera
que lea el libro se dará cuenta de que no hay rabia ni
ajustes de cuentas con nadie, no dictamino ni hago saber especializado,
estoy hablando desde la oscuridad y desde las preguntas, no
desde las respuestas.
Es un acto de recuperación de ese ser querido, hago lo
de los escritores: incomodar a la sociedad, narrando, que es
lo que sé hacer; es un diálogo con muchos autores
que me sirvieron para moverme en el límite en donde me
quería mover: entre la emoción -muchas veces lloré
mientras escribía-, la racionalidad, el temple y la contención;
sabía que no podía ser un libro desbordado o sensiblero,
siempre enseñé a los estudiantes en el taller
de creación literaria, que tuve más de 20 años,
que la sensiblería puede ser el mejor camino hacia la
cursilería y la mediocridad, y que requería una
gran contención literaria pero no convertir el libro
en algo frío, especulativo o pretendidamente filosófico.
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En esta odisea donde
se
conjuganla desventura y el amor, la oscuridad
y la luz,Piedad Bonnett representa a tantos padres y
madres cuya fuerza interior les permite resucitar
cada día en las muertes propias y ajenas.
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Manifiesta
la novelista que desde la aparición de Lo que no
tiene nombre, en marzo de este año, su eco ha sido
increíble: Jamás lo imaginé, como
tampoco ese contacto, ya no con el lector: el libro ha circulado
por las manos de seres humanos que nunca se acercan a una librería,
pero lo han comprado y lo hacen circular. Eso me recordó
algo que los intelectuales a veces olvidamos: que la literatura
está hecha para conmover en el sentido original de la
palabra, para comunicar hondamente a los demás muchas
cosas. Esa avalancha que he recibido, de cartas de chicos enfermos,
de padres, de tantos seres adoloridos o que se han sentido tocados
por la muerte, por el suicidio y por el amor; es lo que de alguna
manera justifica todo lo que yo hice.
Poco después del funeral y del lanzamiento de la novela,
el dolor y la valentía de esta mujer miden fuerzas. En
medio de su lacerante realidad, la autora lucha para repartir
su corazón entre Daniel y los demás suicidas;
aconseja a los familiares de pacientes mentales que los rodeen
y apoyen con amor, informarse, agotar recursos, no cejar ante
tanta indiferencia: Y frente a la muerte de un hijo: aceptación.
Es el principio de la serenidad.
En esta odisea donde se conjugan la desventura y el amor, la
oscuridad y la luz, Piedad Bonnett representa a tantos padres
y madres cuya fuerza interior les permite resucitar cada día
en las muertes propias y ajenas. |
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El club de los suicidas,
tan eterno como la eternidad |
Muchas doncellas griegas
se ahorcaban en la antigüedad para evitar un rapto o una
violación; hoy en día, doncellas y adultos de
ambos sexos se suicidan en cantidad alarmante por la crisis
económica de Grecia, en donde las tasas de suicidio subieron
más de 26% en los últimos años. Los demás
países no escapan a este mal. La Organización
Mundial de la Salud informó que cada año se suicidan
un millón de personas en el mundo, 80% con enfermedades
mentales no tratadas, como la depresión y el trastorno
bipolar. |
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Antígona, Eurídice,
Yocasta, Deyanira
suicidadas por mandato de los dioses,
nunca imaginaron que la Moira multiplicaría
la tragedia en esa proporción. Desde Sócrates
hasta los suicidas de hoy, la lista de personajes que acudieron
a su cita con la oscuridad como en la balada de
Miriam Hernández, es interminable y pletórica
de horror, de amores, frustraciones y toda la gama de situaciones
humanas.
Múltiples visiones tratan de entender un acto que ni
el mismo suicida ni sus familiares entienden. Es posible que
no haya más que un problema filosófico
verdaderamente serio: el suicidio, como plantea Camus
en El mito de Sísifo. A Epicuro se le adjudica
la frase Todo el mundo se va de la vida como si acabara
de nacer. José Luis Gallero y otros expertos
creen que el primer suicidio célebre de la poesía
fue el de Safo de Lesbos, pero no está comprobado.
El suicidio (1897), de Emile Durkheim, figura
como novela taxonómica de la desesperación.
En formato más como de epitafios, los aforismos de
su tocayo Ciorán cumplen un papel parecido: Un
libro es un suicidio aplazado, Mi misión
es matar el tiempo, y la del tiempo es matarme en su turno
a mí. Qué cómodo se encuentra uno entre
asesinos, son algunas de sus frases. Para el poeta surrealista
francés Jacques Rigaut, autor de la "Agencia General
del Suicidio", y quien se mató de un balazo en
1929, la vida no era más que el período de preparación
para el acto supremo del suicidio.
Han hecho de su muerte un poema
Ninguna época le dio un halo de poesía
tan exagerado al suicidio como la del romanticismo europeo.
Por ello alguien dijo con derroche de humor negro que esos
insignes literatos que se auto-eliminaron, han hecho
de su muerte un poema. El poeta y dramaturgo alemán
Heinrich Von Kleist (1777-1811), autor de El príncipe
de Hamburgo, nunca estuvo más feliz que cuando
anunció a su prima que iba a matarse. No me esperes
esta tarde, porque la noche será negra y blanca,
dijo Gerard de Nerval (1808-1855) a una tía suya, la
víspera del día en que amaneció ahorcado
en un callejón de París. Thomas Chatterton,
el típico artista incomprendido, se mató
porque a los 18 años creyó haber alcanzado el
culmen de su creación.
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Múltiples visiones tratan
de entender un acto que ni el mismo
suicida ni sus familiares entienden.
Es posible que no haya más que
un problema filosófico verdaderamente
serio: el suicidio, como plantea
Camus en El mito de Sísifo.
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Karoline
von Günderrode se suicidó a los 26 y poco antes
de morir envió a su novio un pañuelo manchado
de sangre y un mensaje parodiando el pañuelo de Desdémona,
la de Otello. Los infortunios del joven Werther
(1774) de Johann Wolfgang Von Goethe, subrayan la imposibilidad
del hombre moderno de encontrar lugar en una sociedad regida
por normas feudales y reivindica la libertad del hombre para
decidir sobre sí mismo. Ferdinand Raimund (1790-1836),
dramaturgo nacional de Austria, se mató por el temor
de contraer la rabia por la mordedura de un perro.
Suicidios aristocráticos
Yukio Mishima (1925-1970), enemigo acérrimo de
la occidentalización de post-guerra en el Japón
y autor de El mar de la fertilidad, se infligió
el suicidio ritual del seppuku; un compinche intentó
cortarle la cabeza, falló tres veces y acertó
a la cuarta. De un balazo murió el poeta colombiano José
Asunción Silva (1865-1896); trastornado por la pérdida
de casi todos sus escritos, la mayoría aún inéditos,
y por la muerte de su hermana Elvira, un día antes de
morir le pidió a su médico, el doctor Manrique,
le dibujara sobre el pecho el lugar exacto del corazón.
También murieron propinándose balazos, Ernest
Hemingway y Sándor Marái.
Attila József (1905-1937), poeta húngaro, tomó
50 aspirinas que sólo le dieron gastritis aguda, otro
veneno le resultó inocuo, se tiró en la ferrovía
pero el tren frenó después de atropellar a otro
suicida que se le anticipó; pero el siguiente tren sí
no le perdonó la vida. |
Raymond Roussel (1877-1933), escritor
surrealista, para no fallar, ingirió 16 ampollas de Somnothyril,
15 de Sonéryl, 10 de Hypalène, 11 de Lutonal,
8 de Phanadorme, 10 de Neurinare y 12 de Veriane, una caja de
Declonol y un frasco de Hyrpholene.
Con otro cóctel de estos se mató el escritor colombiano
Andrés Caicedo Estela, y los poetas Vachel Lindsay (1879-1931)
y Charlotte Mew (1869-1928), pioneros de la crítica cinematográfica,
lo hicieron con Lysol, un desinfectante vaginal. Cesare Pavese
con somníferos y la poetisa argentina Alejandra Pizarnik
por sobredosis de seconal; en su diario, escribió: ¿Por
qué sufro y me martirizo con los espectros de mi fantasía?.
El poeta parisino Nicolás de Chamfort (1741-1794), aterrorizado
por el riesgo de ser ajusticiado en la Revolución Francesa,
se pegó un tiro en el paladar que le destrozó
la nariz y la mandíbula pero no lo mató. Se hirió
sin éxito varias veces en el cuello con un abrecartas,
después en el pecho y en una pierna; sólo falleció
varios días después, en un hospital. El gran narrador
Horacio Quiroga (1878-1937) se casó con una alumna, quien
en 1915 murió al beber un revelador de fotografías;
Quiroga intentó matarse con una dosis letal de cianuro,
un año antes de suicidarse su amigo el poeta Leopoldo
Lugones con arsénico o con cicuta; el uruguayo, no obstante,
murió por un tiro de escopeta que se dio en la cabeza.
Más tarde se suicidaron su hija mayor, Eglé y
su hijo Darío. Alfonsina Storni, con quien sostuvo Horacio
un breve romance y una larga amistad, se arrojó al mar
20 años después. Virginia Woolf murió por
inmersión en el río Ouse. Emilio Salgari, el creador
de Sandokán y El corsario negro,
se abrió el vientre con un cuchillo. Sylvia Plath y René
Crevel inhalaron el gas de sus hornos caseros.
Cuando recuerdo los suicidios de personas muy cercanas como
dos jovencitos hermanos, el de un sacerdote vecino y el de un
magistrado que cayó del Palacio Nacional en Medellín
a pocos metros de mí, sólo puedo recitar, como
un rezo a la buena ventura, los versos de Porfirio Barba Jacob:
La muerte sopla su huracán violento / y fulge más
la antorcha de la vida . |
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Ocioso lector
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Lo que no
tiene nombre
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Nadie llora: si uno de
nosotros se rindiera al llanto arrastraría con su dolor
a los demás. Siento, por un instante, que profanamos
con nuestra presencia un espacio íntimo, ajeno; pero
también, atrozmente, que estamos en un escenario. Me
pregunto qué sucedió aquí en los últimos
veinte minutos de vida de Daniel. ¿Acaso sostuvo consigo
mismo un último diálogo ansioso, desesperado,
dolorido? ¿O tal vez su lucidez fue oscurecida por un
ejército de sombras?
(...)
"Dani, Dani querido. Me preguntaste alguna vez si te ayudaría
a llegar al final. Nunca lo dije en voz alta, pero lo pensé
mil veces: sí, te ayudaría, si de ese modo evitaba
tu enorme sufrimiento. Y mira, nada pude hacer. Ahora, pues,
he tratado de darle a tu vida, a tu muerte y a mi pena un sentido.
Otros levantan monumentos, graban lápidas. Yo he vuelto
a parirte, con el mismo dolor, para que vivas un poco más,
para que no desaparezcas de la memoria. Y lo he hecho con palabras,
porque ellas, que son móviles, que hablan siempre de
manera distinta, no petrifican, no hacen las veces de tumba.
Son la poca sangre que puedo darte, que puedo darme". |
Extractos de la novela Lo que no tiene nombre,
de Piedad Bonnett. |
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