DELLÍN,   COLOMBIA,   SURAMÉRICA    AÑO 14    No. 165  JUNIO DEL AÑO 2012    ISSN 0124-4388      elpulso@elhospital.org.co






 

 


 

Botero en Medellín, abril de 2012. Foto: Rodrigo Peláez
Fernando
Botero y el
Viacrucis de
la humanidad

Hernando Guzmán Paniagua - Periodista - elpulso@elhospital.org.co
Colombia, el mundo y sus alrededores, aparecen en los cuadros y esculturas de Fernando Botero. Sus pinceles y cinceles cuentan esa historia de venturas y desventuras. Si Dios creó el mundo en seis días, Botero lo ha recreado en 80 años.
Pocos artistas han narrado como él la historia del arte, citando en sus cuadros y esculturas a los más nobles exponentes. Si algo caracteriza al maestro antioqueño, el artista vivo más cotizado del mundo, es su valentía para romper paradigmas estéticos sempiternos, y abrir caminos al arte y para gritar con la fuerza de su pincel y con el peso de sus estatuas, la historia de Colombia y del mundo, mitad dicha y mitad horror.
Fernando Botero nació en Medellín en 1932, condenado a plasmar la odisea violenta de un país convaleciente de la Guerra de Los Mil Días y en vísperas de la Guerra con Perú, mientras Juan David, su hermano mayor, había nacido en 1928, año de la masacre de las bananeras. Su casa de estilo Art Decó, con una gran biblioteca dedicada a la Revolución Francesa, quedaba en el céntrico barrio Boston de Medellín, en Mon y Velarde con Caracas, un sector permeable a la cultura y a la política, donde fue vecino del poeta Ciro Mendía, del músico Carlos Vieco Ortiz y del pintor Rafael Sáenz. A éste lo recuerda, de regreso a Medellín, a sus 80 años: “Él era hermano de un tío político mío, una vez me criticó duramente unas acuarelas que le mostré”. Cuando aterrizaban los primeros aviones de la Scadta en el viejo campo de aviación de Las Playas, su padre David Botero era agente viajero con una recua de mulas que recorría los caminos de Antioquia.
De su patria chica, muchos años después, dirá el artista: “Pinto el Medellín de los años treinta, una ciudad muy pequeña y provinciana, con una arquitectura homogénea. Un lugar que tenía una presencia aplastante del clero (…). Todo era como si le pusieran a uno un show inevitable delante de los ojos. Era una especie de micro-cosmos latinoamericano. Una pequeña república donde el alcalde era el presidente y el obispo el Papa. Había de todo… Además estaban las montañas al fondo, un colorido extraordinario, una vegetación maravillosa”.
Su rebeldía bien pudo comenzar con su expulsión del colegio de los jesuitas, por publicar un artículo sobre Picasso, a quien la Compañía de Jesús acusaba de deformar la figura humana. El maestro recuerda cuando monseñor Félix Henao Botero lo echó sin justificación de la Universidad Pontificia Bolivariana: “Ahora yo le quité el colegio: el antes llamado Félix Henao, hoy se llama Fernando Botero”.
En una entrevista en Medellín, yo le pregunté por una obra suya para títeres titulada “La seducción del ángel de la guarda”, donde “Doloritas”, la protagonista, queda encinta de su ángel custodio, y tiene un niño que llega a ser Papa, con el nombre de John Jairo Primero. Botero despachó así la cuestión: “Esos fueron simples pecados de juventud”. Pero la vena literaria no le ha sido esquiva. Se sabe que uno de sus catálogos incluye cinco cuentos escritos e ilustrados por él, fruto del aburrimiento en un mes que pasó en cama con gripe.
Su madre Flora Angulo fue una hábil modista. En Las Costureras la evoca. Su abuelo Jesús Angulo fue uno de los fundadores del Club Unión, su tía Enriqueta escribió tres novelas y el médico Luciano Restrepo Isaza, esposo de su tía María, trajo a Medellín el símbolo de la Cruz Roja. Entre paseos al Bosque de la Independencia, a Envigado en tranvía y a Enciso a pie; entre el Circo España, el Hipódromo San Fernando, el Teatro Junín y los conos de la pastelería Santa Clara, Fernandito soñaba con ser pintor. "Yo era el mejor de la clase para dibujar -refirió en reciente conversatorio con el director de El Tiempo, Roberto Pombo- y mis cuadernos de zoología eran fantásticos".
Un compañero suyo guardó uno de esos cuadernos y años después le pidió que se lo firmara. Empezar a pintar “era como ser el bobo del pueblo”, dice hoy el maestro. Sus tías le aconsejaban: “Pinte los domingos, pero entre semana dedíquese a trabajar”. Y nunca olvidará el día que le dijo a su mamá que iba a ser artista, y ella le respondió: "¡Fantástico! Pero se va a morir de hambre". Así parecía cuando en 1951, pintando en Tolú, la falta de dinero para comprar telas lo obligó a pintar en las sábanas de la cama.
Autor y protagonista
Con el pincel y el cincel, Fernando Botero es autor y protagonista de sus relatos visuales, en momentos claves del arte en todas las épocas. Por ello, el octogenario artista reivindicó en Medellín la pintura en sus componentes esenciales, única forma de lograr la perennidad del oficio, y volvió a fustigar efímeras tendencias del arte contemporáneo: “Tengo unas convicciones tan profundas sobre el arte, que es difícil que cambie de idea, y a los 80 años más difícil”.
Al inaugurar su obra “Viacrucis: la pasión de Cristo” en abril pasado en el Museo de Antioquia, dijo: “No se puede reemplazar la pintura con manifestaciones que tienen que ver más con el cine, la televisión, el teatro, los videos y las instalaciones. La pintura existe y tiene que existir. Hay muchos artistas porque hoy en día ser artista puede ser muy fácil: poner 500 vasos juntos, ya es una instalación; una extravagancia, multiplicar, es una de las formas más fáciles del arte contemporáneo. No se puede pretender, como algunos artistas, que la pintura murió y la reemplazaron los videos. Así se estableció después de Marcel Duchamps, pero eso no reemplaza la pintura como expresión de formas y colores en una superficie plana; es arte, pero no es pintura”.
Frente al facilismo actual, afirmó: “La atención prestada a la técnica a través de los siglos, nos permite ver frescos de hace 500 ó 600 años en perfecto estado; Tiziano se demoró diez años para terminar un cuadro…”.
En 27 óleos y 34 dibujos, Botero retomó la Pasión cristiana, tema obligado en los siglos XIII y XIV, y hoy casi abandonado, y reivindicó su postura: “Nadar contra la corriente”. Dijo el pintor: “Lo hice con un espíritu de gran respeto, sin elementos satíricos; me referí al hombre más que a Dios, no hay aureola tras de su cabeza, lo pinté como a un dios que ha sido torturado”. Así, anotó, registra una historia que pasa por los frescos de Giotto en la Basílica de San Francisco de Asís y en Padua, la obra del beato Angélico y las imágenes de la verdadera cruz de Piero della Francesca. La única referencia a la divinidad de Cristo: el ángel que vuela encima del sepulcro, fue “la necesidad plástica de poner un rojo; un pintor abstracto lo pondría en cualquier parte, uno figurativo requiere un pretexto lógico”.
Confesó que no acostumbra visitar los Viacrucis: “Para estas obras, me tuve que leer otra vez el Catecismo del padre Astete”. El año pasado, cuando las pintaba, declaró en Méjico: “Siempre persiste en el cerebro la idea de Cristo como idea de Dios. Como artista, no la puedo aceptar”, y agregaba: “La Iglesia ha inventado muchos mitos alrededor de Cristo y la Virgen”, y admitió: “Dudo de muchas cosas”. Ello no lo inhibe para pintarse junto a Cristo, y otros personajes: “No es una extravagancia mía: obedece a una tradición de aparecer los artistas en escenas de la vida de Jesús. Así actuó Masaccio en un fresco de la capella Brancacci de Florencia y otros pintores que se autorretrataron al lado de Cristo: de lambones será…”, comentó Botero.
   
El Viacrucis del hombre
Hernando Guzmán Paniagua - Periodista - elpulso@elhospital.org.co
Ese pincel radical del maestro Fernando Botero encuadró su Cristo crucificado en pleno Central Park de Nueva York, ante la mirada indolente de los transeúntes y de la urbe deshumanizada, donde inauguró el Viacrucis: “Posiblemente -advirtió Botero- el sitio menos propicio, porque es una sociedad completamente secular, donde la gente no piensa más que en los negocios”. Y concluía: “Que de pronto le traigan a Cristo es lo opuesto a todo lo que significa y hace Nueva York, ciudad que hoy es una apología del vicio”.
Las cruces boterianas las carga el hombre de hoy, por ejemplo en los 50 cuadros y 10 dibujos de la prisión de Abu Ghraib, donde los esbirros del imperio torturaron a los prisioneros iraquíes. Botero, quien dice ser adicto a la información, expresó en su momento: "Como a todo el mundo, me escandalizó aquella barbarie, sobre todo porque se supone que Estados Unidos es un modelo de compasión". Como sal en la herida, parte de la muestra se expuso en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos de Chile, escuela de la represión. Mártires del hoy, como ayer Jesús, cuyos verdugos en el Viacrucis no son soldados romanos sino gendarmes de kepis y bolillo. Temática que prosigue en 67 obras expuestas en Sevilla (España) en 2008, sobre torturas, secuestros y violencia en Colombia; en “Un consuelo”, a un torturado lo conforta la figura alegórica de la muerte. Es algo tan desgarrador como “La masacre de los inocentes”, y otras de la violencia guerrillera y paramilitar, el sicariato, Pablo Escobar, los carros-bomba, buitres posados sobre un arrume de cadáveres…, la historia colombiana como un eterno viacrucis, que nos recuerda la frase de Borges: “La felicidad no necesita ser transmutada en belleza, pero la desventura sí”.
Igual maestría denotan ese martirologio y la vida cotidiana. Una ironía y humor sutiles se deslizan en obras como Familias, La siesta, Los bailarines, El circo, Naturaleza muerta colombiana, la tauromaquia, viaje nostálgico a su infancia para la investigadora española Nubia Yaneth González y a su frustrada afición que no pasó de la escuela taurina de Aranguito en La Macarena. Los exuberantes desnudos y otras figuras humanas rinden homenaje a sus mentores y reviven las visitas al Museo del Prado, situado justo frente a la pensión donde se alojaba Botero, para estudiar a Goya, Tintoretto y Tiziano.
Este recorrido vital sigue en los Adanes y Evas, El baño, Los jugadores de cartas, en “Leda y el cisne”, sensual recreación del mito griego; su Mona Lisa con el paisaje andino al fondo; en homenajes a artistas y autorretratos como el de Botero disfrazado de Velásquez, y en su Cena con Ingres y Piero della Francesca, otra acertada inserción de personajes y objetos en contextos espacio-temporales ajenos, una “paráfrasis paroxística” para el curador Conrado Uribe Pereira. De esta tendencia es su díptico Luis XVI y María Antonieta en visita a Medellín, Colombia, así como sus motivos eclesiásticos, en los cuales ve Nubia Yaneth González una religión tan omnipresente como los personajes y objetos cotidianos, la música, bodegones, manos y animales.
La visión nostálgica de la época dorada de la prostitución en el barrio Lovaina de Medellín, se instala en La casa de Amanda Ramírez, La casa de María Duque, La casa de Ana Molina, Casa de las mellizas Arias o La muerte de Ana Rosa Calderón, imagen congelada de un sonado caso de policía. Son mujeres libres de lascivia, más maternales que fatales, para Vargas Llosa.
Expresión de un afecto mayúsculo es el “Pedrito Botero”, la obra que más quiere y aprecia Botero, y que recuerda a su hijo de cuatro años, muerto en accidente automovilístico.
“A mis 80, sigo aprendiendo”
“Uno nunca termina de aprender a pintar. A mis 80, sigo aprendiendo”, admite Botero. Para él, colgar su Viacrucis en Medellín “era un poco seguir pintando, para que las figuras quedasen mirando en la dirección justa”. En reciente conversatorio, el director de El Tiempo, Roberto Pombo, le preguntó si al mirar alguna obra suya sentía el impulso de ponerle algo faltante. Botero contestó: "No, a veces, quisiera tomar un cuchillo y romper algunas".
En Medellín La Gorda de Botero es referente urbano y punto de encuentro de novios y amigos. “Gertrudis”, la gordita de Cartagena, de quien dicen que fue sirvienta del maestro, es ídolo de novios y esposos, quienes la tienen descolorida de tanto tocarle las nalgas y los senos para ser fecundos en el matrimonio.
En los años 80 yo le pregunté al maestro Botero -como todos-, por la gordura de sus figuras. Me habló de la “voluptuosidad de la forma”, constante en la historia de la pintura. Vargas Llosa ve en esa volumetría un matiz de sensorialidad. Peter Sloterdijk, filósofo alemán, la asocia con lo esférico: “No hay vida sin esferas. Necesitamos esferas como el aire para respirar: nos han sido dadas, surgen siempre de nuevo donde hay seres humanos juntos”.
Hoy dice Botero: "Yo me he preguntado por qué ese interés mío por los volúmenes, que ha sido de toda la vida. Talvez fue porque no tuve padre y salieron esas formas así fuertes, como imágenes de paternidad".
Ajeno a dogmatismos estéticos, sin retórica, el artista reviste a sus personajes religiosos de condición humana: Obispo perdido en el bosque, Viaje al Concilio Ecuménico, Obispos bañándose en un río, Sacerdote reclinado, Paseo por la orilla del lago, monjas y madres superioras. Juntos lo humano y lo divino, una monja tiene en una mano el Rosario y en la otra una taza de café, y hay madonas coronadas con calabazas: La Virgen con el Niño, Nuestra Señora de Nueva York, Nuestra Señora de Colombia, “Exvoto” con la bandera nacional de fondo, un Niño Jesús vestido de marinero y con Fernando Botero como un devoto que reza de rodillas a la madona, aprisionado por la serpiente infernal (deudas que tenía por la época y que supuestamente pagaría con el dinero del premio de la Bienal 1970 que le entrega la Virgen).
En este discurso visual, el poder político, eclesiástico y militar van unidos: Arzodiablomaquia, Narrativa de la vida de un santo, Monseñor, Cardenal de pie, Arzobispo, El Nuncio, La familia presidencial, Paseo presidencial, El presidente, Ministro de Guerra, El presidente y la primera dama, Dictador tomando chocolate, El hijo del dictador o Junta militar.
Nubia Yaneth González, apoyada en Marta Traba, señala un paralelismo entre Gabriel García Márquez y Fernando Botero, alrededor del realismo mágico, patente en “un surrealismo sui generis, normalizador de la fantasía, donde las cosas parecen verdad aunque no lo sean”; en sus papeles de cronistas que descubren la realidad y recurren a personajes hiperbólicos, en una desmesura que redimensiona lo grotesco. En cada obra de esa historia plástica del arte y la vida, descubrimos cada día cosas nuevas de un artista que sigue siendo igual. "Soy frenético, radical, sectario, lo que sea". Este es Fernando Botero Angulo, quien a sus 80 quiere seguir joven "¡Exactamente! -precisa él-. Hasta los 90"
 



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