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Hace 20 años era claro que el sistema de salud colombiano
era obsoleto y había que reformarlo a fondo. Entonces
como ahora, hervíamos de indignación con el
saqueo de la platica para la salud de la gente. En fin, decían
que había grandes dificultades a superar, y era recurrente
hablar de tres temas clave: corrupción, ineficiencia
y falta de cobertura.
¿Cuál era entonces el remedio a la debacle que
estábamos viviendo? Eran los 90's, no eran tiempos
de concertación, de negociación o de democracia
para definir el derrotero de la economía, esos no eran
temas para que la plebe se metiera a opinar de lo que no sabía.
Eran tiempos de recetas infalibles dictadas por tecnócratas
incuestionables. Y la receta de la época tiene un nombre
que hoy nos suena panfletario, pero que es realmente un tecnicismo
de la más fina estirpe de la ciencia económica:
Neoliberalismo. El remedio a todos los males, el consenso
de los sabios para la salvación del mundo.
Inscrito en ese marco se debatió y se aprobó
en el Congreso de la República, entre otras medidas
para reglamentar la nueva Constitución de 1991, una
ley de Seguridad Social que reformaba los sistemas de Pensiones
y Salud, y daba 6 meses a la Presidencia para que se inventara
algo para Riesgos Profesionales, todo basado en el aseguramiento
como dictaban los manuales del Banco Mundial, en particular
los de 1987 y 1993. Naturalmente que los sindicatos se hicieron
sentir: Transaron la figura de Regímenes de Excepción
para que los afiliados a las oligarquías laborales
(Ecopetrol y el magisterio, principalmente) no tuvieran que
vivir como los demás mortales, y dejaron de sobras,
para los otros posibles convencionistas con fuerza, algunas
figuras jurídicas de manejo más mediato en pensiones
y salud (Empresas Adaptadas de Salud). Con esto
entre manos, el proyecto de ley transitó tranquilamente.
La Ley fue finalmente sancionada con un número redondito,
talvez como jugada mnemotécnica, para que se nos quedara
grabada, y a fe que lo lograron: Ahora le decimos ley-cien,
y en esas dos sílabas caben sensaciones encontradas,
oportunidades que se abrieron para nuevos actores y la esperanza
de una sociedad que al menos en parte sí esperó
que cayera el maná prometido de las reformas estructurales
de los 90's. No cayó, claro. La ley-cien, por principio,
prometió empleo pleno en 2001 y aseguramiento pleno
universal, pero se necesitaba más que un artículo
en una ley para eso.
Pero, sobre todo, los impulsores de esa ley y de todo el modelo
macroeconómico, habían dado en el clavo en algo
fundamental, según pregonaban: Acabar de una vez por
todas con la corrupción y la ineficiencia que, ¡ay!,
tanto atormentaban al sector público. El Estado era
el origen de todos los males y había que reducirlo
a su minima expresión, los agentes de mercado eran
bien capaces de autorregularse y de dar prosperidad a todos.
Y colorín colorado. De manera astuta y soterrada se
exterminó paso a paso el seguro público de salud
(Seguro Social-ISS) que, según la evidencia era bastante
ineficiente y corrupto desde mucho antes, entonces no fue
sino darle unos pocos empujones al abismo en gobiernos subsiguientes.
Y mientras el ISS decaía en la debacle y la orgía
del saqueo que empezó casi con la misma reforma, prosperaron
las EPS, los nuevos vehículos de eficiencia y prosperidad
en el sector salud, según los profetas de entonces.
Esa sigla, EPS, de acuerdo al sabio humor popular, significaba
Entidades Peores que el Seguro.
Eso sí, la cobertura fue un logro debatible pero real
del nuevo sistema: por un lado, hay más gente asegurada.
Mucha más, no hay duda. Por otro lado, esto no necesariamente
representa mayor acceso a los servicios de salud, y hay demasiada
evidencia (no muy bienamada por algunos) que recoge ese contrasentido.
Y difícilmente representa más equidad en el
estado de salud de los colombianos. Pero mas cobertura del
seguro, sí hay, y esa repartija descomunal de carnets
por todo rincón del país dio bastantes réditos
electorales a muchos políticos profesionales. Además
de otros réditos, bastante más contantes y sonantes
para otros, según nos vamos enterando día por
día, año por año
Pero volvamos a las plagas que iba a erradicar la ley-cien:
corrupción, ineficiencia y falta de cobertura. ¿Y
las otras dos? ¿Se acabaron la ineficiencia y la corrupción
pasando la salud del sector publico al sector privado, de
acuerdo con los dictados infalibles de los Chicago-Boys? ¡Por
supuesto que no! Ya reventó la llaga, está saliendo
el pus. ¿Estamos igual o peor? No lo sabemos aún,
pero el incuestionable pronóstico falló. En
aquellos años de recetas mágicas el luego Premio
Nobel de economía, Joseph Stiglitz, escribiría
jocosamente: Los economistas son profesionales que dedican
la mitad de su tiempo a predecir el futuro y la otra mitad
a explicar por qué sus predicciones fallaron.
Señores, ahórrense la perorata de las causas
externas, de las situaciones contingentes y del Cæteris
Paribus. No queremos tener que acabar cambiando un mal por
otro peor, sería horrible que finalmente nuestra sociedad
se decidiera por un Chávez o un Ortega, sería
espantoso llegar a la disyuntiva que atravesó Perú
hace unas semanas. ¿Será eso lo que descubrió
nuestro nuevo gobernante? ¿Que si las clases dirigentes
no cambian, las cambiamos nosotros? Válido. Poco importa
si el gato es blanco o es negro, siempre que coma ratones.
Y ojalá que los que lo rodean, reaccionen también,
muchos estamos felices con la Ley de víctimas, restitución
de tierras, un fuerte estatuto anticorrupción. Caería
bien entonces un sistema de salud saneado.
Pero
Hay un pero. En este trance de cambio que ojalá
se precipite en tan dura crisis (de la salud, pero también
de la violencia, del desempleo persistente, del clima, de
la política), no nos podemos dar el lujo de seguir
endilgando la culpa a ningún otro. El tema de la corrupción
en Colombia no era cosa de Estado o Mercado, ya está
visto, lo demostró la salud con la tonta transición
ISS-EPS, sin más una vulgar transferencia de inmoralidad
de unos a otros; casi los mismos, de hecho. Ni en nuestro
sector el asunto es el tipo de sistema de salud que tengamos,
a Colombia ninguno le ha funcionado bien, dejémonos
de hipocresías, esto no se arregla ni por tener aseguramiento,
ni por no tenerlo.
Tampoco esto es cosa de izquierdas o derechas, ¿cierto
Bogotá? Ni es cosa de clases dirigentes o gente sin
medios tampoco, seamos sinceros. El quid lo encontramos en
nuestros corazones (así suene muy teatral) y lo tenemos
que saber erradicar como veneno, si no queremos sucumbir como
sociedad. Se llama corrupción, y no es
patrimonio de un grupo determinado.
Estamos al límite hace tiempo, con mucho esfuerzo y
sangre nos hemos sostenido al borde de la debacle total. Somos
lo más parecido a un Estado mafioso que pueda haber
y eso es nuestra responsabilidad. De todos. Por jugarle a
la corrupción en la escala grande y en la pequeña,
desde el para-político o los que atracan al Fosyga,
pasando por el que elude sus impuestos o trata de sobornar
a un agente de tránsito, por el directivo hospitalario
y el droguista que se amangualan para facturar a precio de
oro un medicamento obtenido por tutela (las más de
las veces innecesario), hasta el que roba un celular con un
arma: Todos estamos construyendo este desastre del que tenemos
que salir. Todos. Por ser tolerantes del crimen haciéndonos
cómplices. Porque somos compadres del primo traqueto,
del concejal de pueblo que saquea sus arcas, del simple conocido
que se dedicó al lagarteo y al que le regalamos el
voto como si tal cosa, como si no fuera el Voto el más
sagrado y poderoso de todos los derechos civiles.
¿Quien de nosotros en el sector salud, por ejemplo,
no ha sido al menos testigo en algún equipo directivo
que, ante la expedición de una nueva norma diseñada
para contener alguna irregularidad del sistema, se reúnen,
no para estudiarla y acatarla, sino para encontrar el modo
legal de escurrírsele? ¿Estaremos
dispuestos a cambiar? Ojo. Nuestros hijos nos van a preguntar
por eso en 20 años. ¿Qué les vamos a
decir entonces? ¿Que la culpa es de
? .
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