DELLÍN,   COLOMBIA,   SURAMÉRICA    AÑO 10    No. 118 JULIO DEL AÑO 2008    ISSN 0124-4388      elpulso@elhospital.org.co






 

 

 
Tomás Carrasquilla
resucita tras 150 años de olvido

Hernando Guzmán Paniagua
Periodista - elpulso@elhospital.org.co
Carrasquilla. Foto familiar: cortesía Adolfo Arango Montoya.
“El escritor es el único espanto que no sabe a quién le sale”, decía Don Tomás Carrasquilla en La Marquesa de Yolombó. Talvez, a fuerza de espantarnos, resucite tras 150 años de olvido el padre de la novela moderna en Colombia, el hombre que creó con su palabra un mundo llamado Antioquia, que nunca buscó el prestigio y que al final de su vida se describió simplemente como “un anciano ciego y tullido”.
Otto Morales Benítez defiende su vigencia al decir: “Le negaron valor universal en Bogotá por utilizar regionalismos: ¿Por qué no alegaron lo mismo de Shakespeare o de D.H. Lawrence?”. Ese contrapunto de paz en un mundo de conflictos como califican algunos hermeneutas la obra de Carrasquilla, es otra gema de mil visos; su compleja personalidad literaria obliga a analizar aspectos muy puntuales, a saber: los elementos góticos de su escritura, el paralelismo de los personajes de Don Tomás y El Quijote de Cervantes, básicamente alrededor de La Marquesa de Yolombó, y el sentido de identidad cultural y política en el autor sesquicentenario.
Lo gótico paisa
José Andrés Quintero, profesor de la Facultad de Teología, Filosofía y Humanidades de la Universidad Pontificia Bolivariana, encuentra “ciertos rasgos góticos en Carrasquilla: la exploración de lo siniestro, lo oscuro, la aparición de la muerte, los pequeños personajes heroicos, lo que trasciende el lenguaje de lo racional, muy ligado con el mundo de lo místico, y por otra parte la estrecha relación de los personajes con el entorno, con la naturaleza, con el macrocosmos, con el toquecito especial del autor que es el humor, que por ejemplo hace de la muerte una caricatura. Como lector de los sucesos estéticos de Antioquia y del mundo, conoció ese romanticismo gótico y pintó un personaje, parodia de Lord Byron. Hay ciertos rasgos medievales que viajan estéticamente en los cuentos de Carrasquilla. Si uno coge autores propios del género gótico, por ejemplo Nathaniel Hawthorne, Flaubert, Bram Stocker, sus personajes ven mucho el entorno, sus sentidos juegan un papel esencial, todo lo describen desde la sensación, hay un juego de colores y matices que conlleva una gran riqueza del lenguaje. Don Tomás se caracteriza por esto mismo: es un escritor muy pulido, sus personajes se caracterizan ellos mismos”.
Afiche de la exposición conmemorativa “Tomás El Mago”, en la 21a Feria Internacional del Libro en Bogotá, abril de 2008.
Y agrega: “Aunque no prescinde del aspecto simbólico, en el prólogo de las Obras Completas de Bedout, Don Tomás critica a los modernistas y a ciertos escritores latinoamericanos que trataban de hablar como europeos, los acusa de escribir 'como señoritas'. En él todo es muy bello, juega a los símbolos y metáforas, con la diferencia de que no lo hace como figura retórica, sino mostrando la relación del hombre con un mundo que habla por medio de señales que entrañan un misterio. Algo que también estudia Alejo Carpentier en los nuevos cronistas de Indias, cuando habla de lo mágico maravilloso que en América Latina se convierte en algo tan cotidiano como la resurrección de Melquíades en Cien Años de Soledad”.
Desarrollando los conceptos del profesor Quintero, vemos ese universo gótico de Carrasquilla en el retrato del mundo colonial de La Marquesa de Yolombó, que se nutre de la polícroma descripción de lo mágico-religioso, del sincretismo cristiano-africano-demoníaco y la profusión mítica. El autor señala en esta obra que en los pueblitos antioqueños de Zaragoza y Remedios, “eran esas ceremonias seudo-religiosas otras tantas meriendas de negros: unos carnavales, más del Congo y de Angola que del lugarón más atrasado de la Madre Patria”.
Un mundo donde “los terribles genios del África no dejan en paz a los negros”, donde sus nombres se traducen al castellano y se mezclan con las deidades indígenas, y donde “habita lo más ínclito de su corte infernal y selvática” ; un monte pleno de arcanos donde conviven los dioses negros, los duendes y brujas criollos, la Patasola y la Madremonte, un ámbito mágico-religioso del más puro barroquismo, que el autor llama “cuartel de soldados del demonio”.
Por esa simbiosis del bien y el mal, un negro de La Marquesa dice que Dios para castigar al Diablo, “lo pone, en algunas ocasiones, a hacele el bien a la gente, qu´es como ponelo en penitencia”. Y el autor cuenta que a Doña Bárbara, ni San Antonio ni la Santa de su nombre, le pudieron conseguir un novio adecuado, porque “cuando Dios no quería, los santos y el Diablo nada podían”. La negra Sacramento la convence para que consiga un amuleto o “ayuda” diabólica y no obstante, exclama: “¡Válgame el Santo Cristo de Zaragoza, mi Amita!” y agrega: “Los Ayudaos ni tan siquiera conocemos al Diablo, ni an de vista, ni a ningún espíritu malino”. Coexisten el virtuoso Padre Lugo y el cura Garrido que bebe, juega, fornica, blasfema y al final huye con los vasos sagrados, porque, “la absolución lo mesmo vale de cura santo que de cura pícaro”. Junto a las misas piadosas está la misa sacrílega típicamente goliárdica de Martín y sus compinches: “En el Orate Frates y el Dominum Vobiscum creen oír palabrotas; en el Kyrie y en el Gloria un latín que entienden, no de modo muy santo”, y en la prédica se revelan los amores ilícitos del pueblo. La Semana Santa de Martín en la mina con crucificado real, alegoría del negro como víctima propiciatoria del poder colonial, ilustra esa poética del sufrimiento, propia de la escritura gótica. A Don Sabas Arellano lo arrastra El Uñetas al medio día, después de perder “el habla y la conocencia”, y la Semana Santa de Yolombó era “una orgía para unos, una diversión para otros”.
Para el crítico Jaime Mejía Duque, “esa religiosidad ritualista y estrecha”, los niños y mujeres “posesos”, los “vértigos piadosos” de Dimitas Arias o Bárbara Caballero al final, bien merecen el apelativo de barrocos. José Andrés Quintero acota como elemento gótico de Carrasquilla, “el lenguaje de la transgresión, que para Foucault es una característica de la literatura moderna”, y explica: “Peralta (En la diestra de Dios Padre), encarna la transgresión del orden dantesco de mundo supralunar e infralunar, cielo-tierra-infierno; los dones que recibe como gracia de Jesucristo vuelven un caos el orden establecido, donde no hay poderes opuestos sino de mutua dependencia. O sea: ¿cómo sabemos la existencia del día? Gracias a la noche. ¿Y del bien? Gracias al mal”. Un personaje de La Marquesa dice: “Los dados tienen 6 caras y hay que verlos por todas 6.
Fernando González llamaba a Carrasquilla, “el Tolstoi de los colombianos”. Aquí ambos en una foto en 1935. Colección Casa Museo Otraparte.
Y déjese de pecados, que sin ellos no habría religión. Por pecados vino Nuestro Señor Jesucristo a redimirnos”, y agrega: “Cuando la religión tiene tanto jabón y tanto lavadero, es porque hay mucha ropa sucia”. ¿No es una herejía la sentencia de Peralta a la muerte: “Date descanso, viejita, hasta que a yo me dé la gana, que ni Cristo con toda su pionada te baja de esa horqueta”? ¿No cuestiona las nociones cristianas de pecado, virtud, premio y castigo esto: “la muerte se había muerto, y ninguno volvió a misa ni a encomendarse a Dios”? O esto de La Marquesa: “Ahora sí pues -exclama Liborita-, no volvamos a rezar ni a confesarnos: desde que el diablo se volvió cura, fue porque el infierno se acabó”? El profesor Quintero señala: “La caricatura de la muerte es la concepción de la inmortalidad en el mundo tangible y la creación del mundo carnavalesco, también muy propio de la cultura popular del Medioevo”.
La reencarnación perpetua de 33.000 millones de almas (En la Diestra de Dios Padre), más afín al hinduismo, al budismo, al taoísmo o a credos africanos, que a la tradición judeo-cristiana ortodoxa, pese a sus conceptos del limbo y el purgatorio, muestra el sincretismo religioso del mundo de Carrasquilla. En La Marquesa de Yolombó, esa idea reaparece en alusiones como: “Le parecía unas veces que los micos se iban a volver cristianos; y otras veces, que los cristianos iban a volverse micos. ¡Si no eran ellos una brujería muy enredada, viniera Dios y se lo dijera!”. Expresiones como: “En Yolombó no agonizaba nadie sin que El Malo apagase las velas benditas”, remarcan ese sincretismo, como también la discusión teológica sobre Las Cruzadas al Santo Sepulcro: “Si no están en él los huesos del Señor, no me parece tanta pérdida”.
El Ánima Sola, con ese purgatorio eterno por un crimen atroz, es una variante de esta metempsicosis. Cuento atípico, tiene todos los elementos del gótico clásico: personajes desmesurados, el confinamiento en las mazmorras del castillo, los muertos que espantan, la monja que se levanta del catafalco en un sombría iglesia. Para José Andrés Quintero, es “otra forma de la muerte en vida, la agonía como castigo, salida vampírica, muy dentro de lo gótico; es llamativo que Dios tenga que crear un tercer infierno, y éste sea la tierra.”
Carrasquilla somos nosotros
De la primera letra a la última, Tomás Carrasquilla es paradigma de autenticidad y de identidad cultural. En carta a Max Grillo, decía: “Yo sueño con un 20 de julio literario. ¿Cómo no? Independencia absoluta de todo país extraño y... ¡que vengan los pacificadores!”. Así reivindica un estilo, un pueblo, un territorio. Tal es el sentido de la diatriba contra la España colonial y su defensa del negro, del indígena, del mulato y del mestizo. El Maestro de Santo Domingo nos mostró quiénes somos nosotros. Narcisa, criada de la Marquesa, es “de un negro tan fino y tan lustroso, de formas tan perfectas, de facciones tan pulidas, que parece tallada en azabache, por un artista heleno. El blanco de esos ojos y los dientes rutilan en esa obscuridad”. Hay policromía barroca en la descripción de los bailes negros como el mapalé. La negra Procesa describe así el dúo de soprano (Narcisa) y contralto (Bárbara): “¡Esas sí son tonadas! La negra canta delgadito y la niña grueso, lo mesmo que un hombre. Y ái verá: eso dos cantidos empatan de lo más precioso”. La comida es otro rasgo de identidad en el viejo Carrasca; así, el chocolate “lo muelen los ángeles con canela de la gloria, bajan a hervirlo y a batirlo y ponen en su espuma todos los tornasoles del iris. Su aroma se difunde: es el incienso al Dios Paladar”.
Clama contra los chapetones, a quienes “les parecía que matar a un cristiano de por aquí, era lo mismo que echarle bala a un animal del monte”, o “como matar una comadreja o un alacrán”, al decir de La Marquesa. La crueldad de Martín es de raza, porque “todo español es cruel: España es grande por guerras y conquistas, que no son sino crueldades”. Y como si fuera poco: “La religión de los blancos es muy cómoda: para ellos, oprimir; para los negros, dejarse oprimir”.
“De todo lo bueno que puede hacer uno, después de muerto, lo mejor será espantar hartísimo, sobre todo a la gente que no lo quiere a uno”, dice el viejo Carrasca, esa alma en pena, que sólo leyendo sus obras como novenario, resucitará gloriosa. Si no, será una sombra como la de la Marquesa, que aparece en noches de luna, “después un poco vaga; al fin, de ningún modo, porque las sombras de los muertos también mueren”
 
Ocioso lector
Don Quijote y La Marquesa
WiVeo en Don Quijote de Cervantes y en Doña Bárbara (La Marquesa de Yolombó) un interesante paralelo, resultante de la multiformidad barroca que plasma el autor paisa, y de esas “obsesiones vitales” de sus personajes que analiza Kurt Levy. La obsesión por la lectura y la escritura que contagia Bárbara a todo el pueblo, la califica Carrasquilla como “epidemia”: “Se escribe en el suelo, en la pared, en puertas, con chuzo, con carbón, en tablas, en mesas, en guascas de plátano, en hojas de chagualón y en pencas de cabuya”. Doña Bárbara delira al aprender a leer y escribir: “¡Dios mío, qué hermoso era el saber! Su Majestad no podía desearle la ignorancia ni aún a esos judíos que habían crucificado a Nuestro Señor”.
Doña Bárbara encarna la versión femenina de Don Quijote; curiosamente, su apellido es Caballero, como caballero es el Hidalgo, y no es gratuito que la llamen “la caridad andando”.
Su bondad casi ingenua la lleva a socorrer a los necesitados y hasta a quienes no lo son, lo mismo que el Ingenioso Hidalgo, a “desfacer entuertos”, a arreglar todo en su entorno. Bárbara cree en la nobleza más como cualidad intrínseca del alma, que como cédula real. Ella y los demás personajes de Carrasquilla son quijotescos por sus obsesiones vitales: los guían ideas fijas y poderosas. Como Don Quijote, Bárbara tiene una pasión casi insana por los libros, por el conocimiento, y si no lee tantos como él es por ser mujer, que por heroica proeza aprende a leer y escribir.
También, ambos idealizan al objeto de su adoración: Don Quijote a su Dulcinea que no es tan bella como él cree, Doña Bárbara a don Fernando de Orellana que no es noble, gallardo ni honrado como se imagina, sino un truhán. Con igual devoción que Don Quijote, Doña Bárbara espera eternamente al caballero digno de merecerla, “un Marquesón de chupa bordada y espadín”, como se lo figura Doña Gregoria.
El Hidalgo y La Marquesa, héroes frustrados, nunca recibirán el justo reconocimiento por sus buenas acciones, el triunfo fáctico del mal sobre el bien remarca la bondad intrínseca del ideal caballeresco, en un juego dialéctico de contrarios. La frecuencia de amores infelices en los personajes de Carrasquilla, es para Jaime Mejía Duque el reflejo literario de las épocas narradas en la provincia.
En Don Quijote y Doña Bárbara, la locura realza la insularidad de la virtud. Don Quijote va de la locura a la cordura; Doña Bárbara, de la plena cordura a la demencia total: “a la Marquesa la ha sepultado Dios en la locura para resucitarla a la santidad”, dice la novela.
Se identifican en el amor exaltado por la libertad. La Marquesa, que libera a sus esclavos y condena expresamente las leyes injustas con los negros y venales con los crímenes de los blancos, nos recuerda el discurso de Don Quijote al liberar a los galeotes: “La libertad, Sancho, es uno de los más preciosos dones que a los hombres dieron los cielos; con ella no pueden igualarse los tesoros que encierra la tierra ni el mar encubre; por la libertad, así como por la honra, se puede y debe aventurar la vida, y, por el contrario, el cautiverio es el mayor mal que puede venir a los hombres”.
La soltería de Don Quijote y Bárbara es condición de héroes que privilegian el bien colectivo sobre la dicha personal y reflejo del culto a la libertad. Peralta también rehúsa casarse, pues le sobra prójimo con la pobrecía, y no menos reacio al matrimonio fue el Autor.
El paralelismo se extiende a los escenarios histórico-novelescos de Cervantes y Carrasquilla; en ambos están las galeras del Rey de España, la Inquisición, los curas y malandrines. El bandido Ginés de Pasamonte (Don Quijote) no difiere mucho de su tocayo Ginés, secuaz del vil Don Fernando de Orellana, burlador de La Marquesa.
El quijotismo de los personajes de Don Tomás es además, herencia paterna: ¿No es Quijote un escritor que aporta un millón de pesos, a fines del siglo XIX, a la campaña liberal de Aquileo Parra, en contra de la Regeneración de Rafael Núñez?
 



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