MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 242 NOVIEMBRE DEL AÑO 2018 ISNN 0124-4388 elpulso@sanvicentefundacion.com

Mal de guerra

Por: Alejandro Londoño
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E ntre folios y arrumacos de papeles, pude hallar esto que corresponde a un capítulo oscuro de mis “Diarios de campaña de Abenuncio, médico de guerra”. Texto escrito durante el trance de mis delirios una vez terminaba la llamada “guerra del poder”, ese otro tipo de locura que engendraba más males que la viruela. Las últimas décadas del siglo XVI se caracterizaron por los graves enconos y rabietas de todos aquellos que se disputaban las tierras y riquezas de ese nuevo continente llamado “el nuevo mundo”.

Todos los portadores de coronas y pantalones ajustados, buscaban cercenar un trozo de tierra y agendarlo a nombre suyo. Su gula por las riquezas y la soberbia hinchada con los títulos, no conocía límites. Me negué a ser parte de ejército cualquiera y preferí oficiar mi arte como médico errante. Por este acto de resistencia me hicieron enemigo público de todos los estados en contienda, y poniéndole precio a mi cabeza, me obligaron a configurarme en subversivo de mi oficio. Me cubría con harapos y usaba como instrumentos médicos, artefactos con los que minutos antes se desgarraban ellos sus carnes y arremetían en violencias ciegas. Mi mesa quirúrgica fue el campo de batalla. Centenares de cuerpos desmembrados, todos cubiertos de tinto vivo, entre alaridos pedían algo de alivio y hacían de las jornadas un verdadero mar de muerte.

Unos pedían terminar la obra de la espada, otros clamaban mitigar su dolor, los había que miraban con ojos opacos al infinito, como esperando su irresoluble llegada al no lugar de la muerte. Era tan grande el macabro absurdo de esos campos sembrados de cuerpos, que se hacía difícil salir indemne de tan excesiva experiencia. Comencé a sentir que me temblaban las piernas, que mi pulso se hacía errático y que mis destrezas eran asuntos fugados. Ya no necesitaba escuchar los gritos para que ellos anidaran y se gestaran por si mismos dentro de mi cabeza. Las noches se habían convertido en delirios puros. Veía como salía la esfera roja dia tras día y el canto de los gallos me encontraba tiritando sobre la tierra húmeda por mis sudores nocturnos.

Fui embarcado en un galeón español junto con barriles de vinagre y un contingente de fornidos negros que habían sido brutalmente cazados por traficantes portugueses. Dado casi por muerto y considerado mas cadáver que miembro de los vivos, fui cuidado por una anciana mandinga que me prodigaba sus atenciones con el universal lenguaje de la caricia. En las bodegas de ese barco, los recuerdos son húmedos y no libres de crueldades, pues mis compañeros de viaje eran tratados con tal vicio que ni el más salvaje ganado hubiese podido con ello. Los atizaban con maderos, los marcaban con fierros de un rojo brillante y cuando alguno enfermaba, eran lanzados sin más reparo al mar a pesar de sus lamentos. Durante el viaje, mi cuerpo se debilito a tal punto, que el más pequeño infante podría con mi naturaleza entera. No más un cascajo de huesos, rico en llagaduras.

Las tiritonas y las fiebres eran tan rudas, que debían inmovilizarme con sogas al piso, so riesgo de que se destrozaran los tristes restos que de mi quedaban. Llegados al puerto de arribo, muchos de mis compañeros de viaje fueron vendidos a mercenarios y comerciantes oportunistas que buscaban sacar partido negociando con sus cuerpos. Los más enfermos, o aquellos que los traficantes pensaron que podíamos sobrevivir, fuimos encerrados en calabozos, donde intentarían sanar nuestras carnes, para que nuestro valor material ascendiera algunos pesos más y obtener mejor provecho de nuestra venta.

La situación allí, durante el encierro, no fue más benigna que la que padecimos durante nuestro viaje a la tierra nueva, pues los delegados como galenos eran una suerte de sádicos que gozaban avivando nuestras desventuras. Fue una noche penumbrosa, sin luz de luna y huérfana de estrellas, en la que fuimos despertados por gritos de guardianes ahogados por ágiles degüellos. Mi esmirriado cuerpo no alcanzaba a darle la fuerza suficiente a mis sentidos para percatarme de que sucedía. La acometida esa noche fue certera y de una agilidad quirúrgica. En segundos estaba yo sobre un hombro prodigioso, que a modo de saco me acomodaba. El olor acre de su axila, el ruido de las voces de alarma y algunos disparos es lo único que recuerdo de aquella noche en la que fuimos rescatados por un escuadrón de 35 hombres.

Meses atrás, este pelotón de montaraces, habían huido de la esclavitud y protegidos por la espesa selva, construían sus viviendas en la mitad de potentes y filosas empalizadas. Se comunicaban por tambores y defendían su vida con mortales lanzas, que arrojadas con la potencia de sus brazos, traspasaban en un solo viaje al menos a tres hombres ataviados con sus brillantes armaduras. En las noches se reunían alrededor de una fogata, y niños y viejos participaban de sus rituales únicos. Cantaban sus penas y alegrías, y entre los golpes de los cueros se aglutinaban con tal ahínco que formaban un cuerpo único con tantos miembros como personas de la comunidad participaban. Le rezaban a su panteón africano, se comunicaban con los espíritus que habitaban el mundo entero, el de los vivos y los no vivos, puesto que vida y muerte no eran más que un continuum vitae.

Poseían, además de las lenguas yoruba, yolofo, mandinga y bantú, un castellano tan musical y bello, que solo escucharlos hacia de la comunicación un festejo. Acogieron a mi cuerpo enfermo como a uno más de los suyos, y a pesar de lo prejuicioso de mis diagnósticos clínicos, dictados por la ortodoxia de mi ciencia, insistían en que mi padecimiento provenía de mi “Muntu” enfermo. Designaban con ese término a toda potencia vital, fuera esta animal, vegetal, humana o mineral. Me aseguraban que para volver a la vida, debía inmiscuirme en asuntos propios de esta, y para ello se hacía pues necesario el vibrar con ese conjunto elemental y primigenio. Ofrecían mi despojos a sus dioses, y al bramido de sus cantos y el retumbo de sus tambores, me daban a beber un destilado que quemaba como el fuego. Con el pasar de las horas y luego de deglutir de ese caldo destilado, comenzaron mis músculos a avivarse y mis gestos a revolverse.

Palpitaba mi corazón en una turba de sonidos, y mis venas se hinchaban como ubres rebosantes. Comencé a sentir un globo en la garganta que amenazaba con romperla, era una tensión imposible de guardarse. Empecé a lanzar sonidos guturales y largos alaridos nasales que aliviaban mi zozobra, y mis miembros adquirieron un vibrato convulsivo que obligaba a revolcarme entre la tierra. No bien me puse de pie, mis piernas comenzaron a golpear el piso con tal violencia, que evocaban a los rugidos de volcanes prestos a escupir su magma primigenio. Mis miembros se hinchaban con el movimiento y sentía el vigor extinto de las eras. Ahora danzaba entre cuerpos libres cubiertos por sudores. Los ritmos se hacían frenéticos, pero no existía la fatiga.

Con el pasar de los minutos, era ahora la naturaleza entera quien cantaba y nosotros todos un océano de cuerpos que diluidos en el todo hacíamos materia con el cosmos. Por segundos recuperaba la conciencia y en los raptos de lucidez, era testigo del milagro. Mi piel comenzaba a recuperar su tensión, mis carnes se llenaban y lo que antes componían carbuncos supurantes, eran reemplazados por una tersura adolescente. El rictus de mi gesto se había convertido en una sonrisa exuberante, y entre carcajadas compartidas vimos llegar un nuevo día.


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