MEDELLÍN,   COLOMBIA,   SURAMÉRICA    AÑO 10    No. 126 MARZO DEL AÑO 2009    ISSN 0124-4388      elpulso@elhospital.org.co

Reflexión del mes

“Cuidémonos de las palabras hermosas, de los Mundos Mejores creados por las palabras. Nuestra época sucumbe por un exceso de palabras. No hay más Tierra Prometida que la que el hombre puede encontrar en sí mismo”.

Alejo Carpentier en “El siglo de las luces”
Alejo Carpentier (La Habana, 1904 - París, 1980). Novelista, ensayista y musicólogo cubano, que influyó notablemente en el desarrollo de la literatura latinoamericana, en particular a través de su estilo de escritura, que incorpora todas las dimensiones de la imaginación -sueños, mitos, magia y religión- en su idea de la realidad.
Entre sus novelas: El reino de este mundo (1949), Los pasos perdidos (1953), Guerra del tiempo (1958), El siglo de las luces (1962), Concierto Barroco (1974), El recurso del método (1974) y La consagración de la primavera (1978).
 
Hambre y violencia:
la espiral del miedo ambiente

Adolfo Vera-Delgado, Cardiólogo* - elpulso@elhospital.org.co
El hambre es una infamante y endémica patología social, un detonante universal que genera violencia; a su vez, éstas se articulan en un nudo gordiano indisoluble que no sólo rompe los moldes y esquemas de tiempo y espacio, sino que crece como monstruo vociferante en las entrañas del hombre nuevo que hemos gestado, ante la indiferencia cómplice de quienes todo lo tienen y han usurpado para sí mismos los frutos de la tierra. El concepto y la aceptación del fenómeno de inequidad, como factor determinante, es un obligante primer paso en la dispendiosa búsqueda de soluciones al conflicto.
No pueden darse situaciones de seguridad personal cuando la sobrevivencia del ser humano individual, y la supervivencia de la especie humana en su totalidad, se ven permanentemente amenazadas por la depredación del Hombre por el Hambre.
La espiral de hambre, violencia, más hambre y más violencia, ejercen a su vez un deterioro progresivo e incoercible sobre el inconsciente colectivo y transforman el imaginario social en una abominable certeza de MIEDO AMBIENTE como estatus vital ineludible.
A todos nos compete la conservación de este minúsculo pedazo de universo. Nuestra condición de médicos nos impone, además, la preservación de una salud física y mental del ser humano en equilibrio perfecto con la naturaleza.
Hoy invitamos a la reflexión colectiva, a la contrición de corazón (antes de que se nos infarte), al propósito de enmienda (antes de que sea tardío) y a la satisfacción de obra (antes de que el planeta se nos acabe). Lo demás siempre ha sido lo de menos y nuestra Residencia en la Tierra pende del frágil hilo de la aberrante indiferencia.
La fatídica crónica de las diversas expresiones de nuestra endémica violencia soportaría muchos volúmenes de la historia universal de la infamia. Debemos necesariamente hermanarla, como fenómeno etio-patogénico, con todas las formas de expoliación y sometimiento que se han prodigado en nuestro trópico solar, donde no nos han sido ajenas ninguna de las plagas imaginables del reino animal.
Toda forma de violencia engendra una respuesta violenta. Y la espiral de violencia es, justamente, la representación esquemática de un proceso de degradación consubstancial a la especie humana que, lejos de representarle escalamiento para mejorar, habrá de significarle su involución de la faz de la Tierra.
Violencia intrafamiliar, violencia escolar, violencia sexual, violencia urbana y rural, violencia social, política, religiosa, étnica… La virulencia de la violencia verbal y física de nuestros aciagos días supera toda la alucinante parafernalia de los peores episodios del odio universal. Nunca, como ahora, habían confluido tantos factores de inestabilidad social, ni nunca tampoco se habían confabulado tantos demonios juntos generadores de tormentas.
Este es el punto de posible no retorno en el que nos encontramos. Y es nuestro deber y salvación focalizar todos los aspectos críticos para incidir, con precisión de micro-cirujano inteligente, los múltiples abscesos de putrefacta necrólisis en la estructura orgánica de un Estado improvidente que se dejó permear, desde hace varias décadas, por corruptas sanguijuelas y los más abyectos depredadores del patrimonio nacional.
Algún día, muy próximo, podremos restituirnos por sucesivas batallas colectivas el derecho igualmente colectivo a la felicidad de soñar y vivir un país geográfico fascinante, una nación de justos laboriosos, y una patria de seres humanos hermanados por el noble propósito común de superar tantos siglos de ignominia y de tristeza.
*Director y gestor del Encuentro Anual de Confraternidad Médica Nacional, Cali, 20 y 21 de marzo de 2009, convocado por la Fundación Humanismo y Medicina.
 
  Bioética
En información sobre el paciente:
El fin no justifica los “medios”

Ramón Córdoba Palacio, MD - elpulso@elhospital.org.co
La antropología filosófica nos enseña, igual que el sentido común, que el ser humano tiene, o debe tener, en la escala de valores un sitio superior, de privilegio, al de sus posesiones -animales no racionales, vegetales, objetos inanimados-, cualquiera sea el beneficio espiritual, sentimental, o material que de ellos obtenga. Sin embargo, en los avatares culturales, especialmente cuando desaparece o decrece el respeto al ser humano, a su

dignidad intrínseca e incondicional se invierten los términos y, como lógica consecuencia, los animales, los vegetales, los objetos inanimados y hasta las mismas personas se convierten en cosas a las cuales se les señala un precio, en cosas que pueden negociarse, venderse y comprarse, que pueden manipularse para beneficio propio sin importar la suerte de los demás, cuando se trata de personas.
En este siglo XXI, brillante en conquistas tecnológicas, abundan los ejemplos de esta deshumanización y trastrueque de valores: las “pirámides”, algunas técnicas médicas incompatibles con la dignidad del ser humano, los secuestros, etc. Me ocuparé sólo, y por razones obvias, de la situación en que la desastrosa Ley 100 convirtió a la atención médica de los seres humanos.
Gracias a dicha perversa Ley 100 de 1993, creada con un falso disfraz de sentido humano, las mascotas, especialmente animales, tienen muy superior calidad de atención en salud que sus mismos dueños. Sí. Por absurdo que parezca, las mascotas en Colombia tienen mejor calidad de atención en salud: sus médicos no están sometidos a los caprichos de ninguna EPS, IPS, etc., que los obligue a un tiempo determinado y restringido para elaborar un diagnóstico correcto; sus prescripciones no tienen la humillante y no ética condición de ser revisadas por alguien que puede no ser médico y que si lo es no examina al “paciente”, pero que decide sobre la existencia de éste; la mascota no está sometida a la discriminación de una clasificación como el Sisbén y el POS, ni se le niega la atención porque “no está en lista”, “no aparece en pantalla”, etc. Su condición clínico patológica, su historia clínica, no está sometida a manos de no profesionales de la salud y por lo tanto no expuesta a ser conocida por quien nada tiene que saber de ella.
Sí, la perversa Ley 100 de 1993 convirtió en Colombia la salud en un bien de consumo y creó instituciones de mercado que vendieran “salud para todos”, con criterio económico y grandes beneficios para sus arcas particulares; trocó la misión esencial de la medicina que es la velar pre-eminentemente por la existencia más que por la salud del paciente -el cuidado de la existencia exige el cuidado de la salud, no así a la inversa: el cuidado de la salud no exige el respeto por la existencia del paciente-. Más aún, la trocó en una disciplina deshumanizada en la que cuenta más lo técnico que lo humano; más tarde, en el desarrollo del sistema y para vigilar las ganancias, se crearon medidas irracionales como un tiempo caprichosamente fijado en 15 minutos por paciente -de los cuales cerca de 9 minutos se gastan en papeleo-, medida que demuestra el desconocimiento de lo que es de verdad la medicina y la confunde con la revisión en un taller mecánico. Se creó también, como reglamentación de la fatídica Ley, la figura del Supervisor, personaje con autoridad legal pero no ética, pues resuelve sobre la vida del paciente que es en esencia lo que el médico cuida en el ejercicio honesto de su profesión, sin ser médico o, peor aún, siendo médico, sin haber examinado al paciente y, además, nombrado y pagado por la misma entidad que lo considera juez para decidir entre los intereses del paciente y los propios de la entidad; la historia clínica, documento en el cual se deja constancia de la intimidad del paciente y de sus antepasados, con el pretexto de mejor y más oportuna atención, se pone en manos de personas que no pertenecen profesionalmente, aunque sí laboralmente, al área de la salud con las consecuencias nefandas que esto puede traer y ha traído para algunas personas, pero es que en el sistema de atención creado por la Ley 100/93 el ser humano no cuenta: cuenta el rendimiento económico, el sonido de la registradora cada cuarto de hora.
Por paradójico que parezca, las mascotas entre nosotros están mejor atendidas, con más respeto, que sus dueños sometidos por ley a un absurdo y perverso sistema de atención en salud, que desconoce la esencia de la medicina, la dignidad del ser humano y que todo lo enfoca al rendimiento económico de unos cuantos mercaderes que negocian, como los antiguos vendedores de esclavos -los llamados negreros-, con seres humanos.
También es paradójico que el cuerpo médico, las Academias de Medicina y demás asociaciones de estos profesionales, que las Facultades de Medicina y nuestros legisladores, sigan tolerando estos atropellos legales pero reñidos con la más elemental ética.
Nota: Esta sección es un aporte del Centro Colombiano de Bioética -Cecolbe-

 











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