MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 243 DICIEMBRE DEL AÑO 2018 ISNN 0124-4388 elpulso@sanvicentefundacion.com

De la naturaleza y otros prodigios

Por: Alejandro Londoño
elpulso@sanvicentefundacion.com

De como lo desconocido es un mazazo en las sienes y como nos traiciona el conocer apenas una historia. Texto breve tomado de “tratados de rarezas, caprichos y otras insinuaciones de la naturaleza”, escrito por el médico Abrenuncio Domicó.

Poca razón pensará que me queda o que la locura por fin se hizo dueña de mi entendimiento, pero he de contarles aquello que visto con mis propios ojos me cuesta comprender con mi mollera. Viajante en el exilio, me uní a unos caminantes en la pequeña población de Taiganía, una aldea en las montañas, apenas habitadas por hombres ásperos dedicados a la caza. Llegué allí con la promesa de conocer un pequeño valle que protegido por crudas montañas escondería la más vasta colección de seres contra natura. Andariego, enciclopedista, botánico y médico especialista en asuntos naturales, me sabía infalible a cualquier asunto producido por un mundo del que me sentía dueño. Acompañado por un adusto montaraz, ducho en las artes de la supervivencia, y por tres peludos mulos que cargaban nuestros fardos, comenzó un andar que de tantas noches y días perdí la cuenta en el tedio de sus ciclos.

En las mañanas, los pájaros nos levantaban con tal estrépito, que parecía fuese a caerse el cielo a trozos. Los climas fueron de lo más cambiantes, pasando de un cáustico frío que nos hacia lentas las ideas, a unas canículas que hacían hervir la sangre en nuestras venas. Dedicaba mis noches a consignar en mi diario todo aquello que capturaba con mis sentidos. Componía en torpes dibujos lo que atisbaba, intentaba hacer palabras de mis pensamientos y aquello que no podía traducir de lo dictado por mi cuerpo, lo hacía música y ritmo con una pequeñísima flauta que me confeccionó mi compañero, cuando se percató de la desesperada mudez que sufría al no conocer más lenguaje que el hablado. Nos alimentábamos con carne salada producto de sus faenas de caza y bebíamos un acido licor que fermentábamos entre unas tinajas que cargaban nuestras mulas. Pasaban días enteros sin que nos escucháramos las voces y una lengua oculta conformada por gestos y gruñidos, se hacía viva entre nosotros.

La naturaleza comenzaba a tomar a mi escéptica mirada, unas formas y colores que se hacían rebeldes a mi afán clasificador. Lo que antes era simplemente verde, marrón o colorado, se convertía en una polifonía de un extraño ordenamiento. Caótico, fluido y en vital movimiento era todo lo que antes era capaz de atrapar con mis palabras, pero que ahora se hacía escurridizo. Uno más uno, dejó de ser lógico, y lo antagónico llegó a ser lo mismo. Cuando la barba cubría hasta mi medio abdomen y los cueros que me cubrían convertidos ya en corteza dura se habían hecho uno con mi piel, fue que llegamos a esa extraña villa de la que tanto escuche y poca creencia le di hasta ese día. Seres tan pequeños como un dedo se movían entre mis piernas, a la vez que de su boca restallaban las más potentes voces que jamás había oído. Eran verdaderos estruendos similares a la amenaza de un cielo que anticipa la tormenta. Nos llevaron donde su líder, un escuálido anciano que sentado sobre su angostisima cadera, plegaba sus piernas a modo de las ancas de una rana.

Sus extremidades inferiores eran de tal largor que más simulaban un tonel sobre unos largos zancos y apenas se hubo puesto en pie, llegó al menos a cuatro metros de estatura medidos desde sus talones hasta su encumbrada coronilla. Su nariz tenia la longitud de dos brazadas de gigante y de sus narinas colgaban unos espesos y anudados juncos de un gris cenizo. Su voz melodiosa nos invitó a “pastar” y a compartir de la hospitalidad de su aldea. Sus carcajadas no cesaban con la perplejidad de mi mirada. Le pedí me hiciera un censo de todas aquellas criaturas que andaran, volaran, se arrastraran o nadaran en su villa. Su líder rió aun más fuerte sin poder entender mi lógica binaria. Resuelto le expliqué que mi trabajo era la construcción de la suma taxonómica de la vida, pero sus carcajadas retumbaron de nuevo con tal poder que los bejucos de su nariz se zarandearon con violencia. La vida no tiene norma y quien la normaliza asegura su fin, fue su grave sentencia, y acto seguido, soltó una nueva risotada que hizo vibrar mi pecho.

Es la imaginación la que define a la vida en sus posibilidades, y es así como los hay que escuchan con los pies y a quien unas amplias orejas sirven para ver el mundo. Mi primo tiene sus ojos en la espalda y lo que algunos les repugna, a él le alimenta y le da sustento. Nuestros protectores tienen el mundo en sus rodillas y sienten el vibrar de la hierba cuando nace, se trasladan a rastras sobre la tierra y perciben los olores con las yemas de sus dedos. Los hay con cuerpos de gusanos, lisos y llanos como una tabla, que ágiles hacen piruetas en el cielo, mientras sus hermanos, alados y emplumados, son los más ágiles nadadores en la tierra. Todas las cosas se pueden decir naturales y son importantes para la vida. Gritó a vivo pulmón mientras de su nariz, al mismísimo estilo de una flauta traversa, sonaba una bellísima canción interpretada por un pigmeo de manazas descomunales.

Me hospede en su aldea por un tiempo desconocido, pues sus días tenían la duración de medio año y la noche el mismo tiempo tomaba. Participé de sus jornadas, aprendí a hacer fuego con la boca, a leer entre renglones y a considerar la vida en su varianza. A mi regreso, con el pelo color tiza, intenté contar mi historia entre colegas, pero tercos y duros como tapias, me llamaron loco y buscaron encerrarme. Ahora, con la licencia que me da la locura, me dedico a contar esta historia al que capaz sea de escucharla con sus piernas.


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