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Los juegos del azar

Por: Damián Rua Valencia
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Una vez, siendo pequeño, tuve la sensación patente y más bien desagradable de que mi vida dependía de una circunstancia totalmente gratuita. No me refiero a la muy abstracta creación del universo ni a la ínfima probabilidad del espermatozoide que fecundó a mi madre. Todas esas cuestiones, aunque interesantes, sobrepasan mi modesto entendimiento y mi sensibilidad más bien mundana. Me refiero a una situación más concreta y brutal en nuestro peligroso país.

Yo estaba sentado en la terraza de mi casa, durante una cena navideña, cuando un golpe seco, como de un fierro contra una toalla, espantó a toda mi familia. Hubo gritos y luego un asombro general al ver dibujado en el techo, justo sobre mi cabeza, el orificio perfecto y caliente de una bala. Mi tío, que tiene gran afecto por las matemáticas, determinó en un cálculo rápido lo que nosotros intuíamos sin ayuda de la ciencia. El proyectil, disparado seguramente en plena euforia por alguna mano alcoholizada, debía de haber subido al cielo por unos veinte segundos hasta alcanzar una altura de más o menos tres kilómetros, lo que le permitió despeñarse enseguida a una velocidad de unos 90 metros por segundo, es decir lo suficiente para partirle la cabeza a alguien y para perforar el techo. De no haber sido por la estructura de zinc, que habíamos instalado una semana antes y que se interpuso entre la bala y yo, no estaría escribiendo estas líneas.

Fue una coincidencia afortunada. Todos en mi familia se apresuraron a atribuirla a la divina Providencia, o a su hijo menor y más humano, el angelito de la guarda. Yo no soy una persona creyente y, aunque en ese entonces me gustaba imaginarme a un niñito alado revoloteando alrededor de nosotros y protegiéndonos, nunca he podido satisfacerme completamente con esa explicación. Me cuesta trabajo creer que fue una presencia protectora la que le inspiró a mi familia el deseo de endeudarse para mandar a techar la vieja terraza en la que nos sentábamos inocentemente a tomar limonada, ajenos a los riesgos a los que nos exponíamos. Para mí, fue simple y llanamente obra del azar. De un azar ciego y misterioso.

No se trata de una respuesta fácil, una salida por la tangente, como dicen. Lo que pasa es que creo que la vida está llena de esos pequeños azares. La anécdota que acabo de relatar no es sino un ejemplo. Estoy seguro de que todo el mundo tiene por lo menos una historia así, una en la que ha podido vislumbrar o ver de forma clara la mecánica del azar. Es una impresión tan vieja como la humanidad.

Heráclito dice en algún fragmento: “De las cosas arrojadas al azar, el más bello orden, el cosmos”.

Pero ¿qué es el azar?

El diccionario de la RAE lo define como “casualidad, caso fortuito”. Es difícil concebir una definición más pobre. El de María Moliner va más lejos y nos dice que es una “supuesta causa de los sucesos no debidos a una necesidad natural ni a una intervención intencionada, humana o divina”. El adjetivo “supuesta” nos induce a dudar inmediatamente de la definición y a intuir que, para la autora, es necesario que haya, detrás de todo evento, una razón natural o una voluntad del ser humano o de Dios. El Larousse, en cambio, aunque parece más modesto, pone el dedo en la llaga: “Circunstancia de carácter imprevisto o imprevisible cuyos efectos pueden ser favorables o desfavorables para alguien”.

Imprevisto e imprevisible, como un juego. La etimología de la palabra apunta justamente en ese sentido. Azar viene del árabe andaluz azzahr que quiere decir dado. Aunque Einstein hablaba alemán e inglés, y no español, se sirvió de esa metáfora para criticar las teorías de la mecánica cuántica, cuando dijo la famosa frase según la cual Dios no juega a los dados.

Es decir, todo efecto tiene una causa definida y no aleatoria.

No soy yo quien pueda contradecirlo. Pero sí puedo anotar que hay otros teóricos que han intentado, no tanto desmentir el azar, como definirlo.

Uno de los más célebres es el matemático francés Antoine Augustin Cournot, quien definió el azar como “el encuentro de dos series causales independientes”. Cada una de las series es explicable de manera racional. Es la reunión de las dos la que es imprevisible. El ejemplo clásico es: un hombre sale a pasear por la calle después de una tarde lluviosa y una teja le cae en la cabeza. La primera serie es causal: la lluvia constante sobre el tejado lo daña tanto que una de las tejas termina por desprenderse. En la segunda serie está el hombre que, viendo que ha comenzado a hacer buen clima, se pone su sombrero y una chaqueta y sale a dar una vuelta. El misterio está en la concordancia de esas dos circunstancias que acabarán con un hombre descalabrado.

En esa misma línea, el filósofo Bergson apuntó que el azar nace no solo de esa coincidencia, sino, sobre todo, del grado de implicación humana. “El azar solo existe porque hay un interés humano en juego, y porque las cosas suceden como si al hombre lo tomaran en consideración, sea para hacerle un favor, sea con intención de hacerle daño.” El azar nace entonces más bien de la interpretación y, sobre todo, del hecho de que haya un ser humano implicado en la historia.

En el ámbito literario, André Breton lo concebía de una manera parecida, pero enraizada en el inconsciente humano. Para él, el acontecimiento exterior revelaría sobre todo una necesidad interna que estaría ligada al destino. Así, quien interprete correctamente sus deseos podrá tener una justa medida de la intrusión del azar en su existencia.

Por otro lado, para Borges el azar está mucho más cercano al determinismo científico, salvo que su mecanismo es tan complejo que nuestras pobres facultades humanas y nuestros conocimientos incompletos nos impiden predecirlo.

Sin embargo, creo que en lo que respecta a la literatura, nadie ha abordado el tema de una manera tan metódica y didáctica como Milán Kundera. En sus libros, como es de esperarse de un novelista, abundan las coincidencias, los eventos imprevistos, los giros en la trama. Pero, generalmente van acompañados de las reflexiones del autor y de los personajes que tratan de darle un sentido a lo que viven.

Por ejemplo, Tomás en La insoportable levedad del ser, atribuye su encuentro con su amada Tereza a la reunión de “seis azares improbables”.

Es una definición que recuerda a Paul Valéry, para quien el azar es como una malla: “Nosotros solo concebimos series lineales cuyos elementos son objetos o sucesos. Es a esas series a las que aplicamos exclusivamente la noción de causalidad. Sin embargo, cada uno de sus términos está ligado a una infinidad de series. Nosotros trazamos una línea, pero cada uno de sus puntos, sensibles o no, están relacionados con una infinidad de otros puntos”

En La Inmortalidad, Kundera explora diversos tipos de coincidencias, llamadas “sincronismos”, como mudas, poéticas, contrapuntísticas, generadoras de historias y mórbidas, buscando clasificarlas en lugar de explicarlas.



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