MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 302 NOVIEMBRE DEL AÑO 2023 ISNN 0124-4388
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El día amaneció frío y en las calles de noviembre, París se despertaba con la sorpresa de los Campos Elíseos llenos de figuras voluptuosas. Los transeúntes desprevenidos y acostumbrados a las mañanas tristes de otoño, se asombraban ante la sensualidad pública de las esculturas de un artista que parecía venido, no solo de otras tierras, sino de otro tiempo. Era como si la exuberancia del arte se apoderara, como en el renacimiento italiano, de las calles, de las plazas, de las avenidas, solo que esta vez era en París, en su momento más displicente y melancólico.
Una señora acostada en plena avenida, otra semidesnuda que deja ver unos senos más bien pequeños para su talla, un gato tranquilo, una paloma rechoncha, un cuerpo macizo, sin cabeza ni brazos en medio de la calle. Los parisinos, aterrados o encantados, no podían quedar indiferentes antes las esculturas del maestro Fernando Botero, a quien la capital francesa rendía homenaje en 1992 y, con cuya partida, Colombia perdió el mes pasado a uno de sus más grandes artistas.
En una entrevista concedida en ese entonces, Botero evocaba ese homenaje como un sueño hecho realidad, como la consagración de su carrera. “Hay una verdadera comunicación”, dice, “nadie es indiferente”. Y en efecto, la mayoría de las personas interrogadas en esa ocasión evocan la sensualidad de los relieves de las esculturas, que ellos pudieron acariciar durante varios meses, aunque otras se quejan de la enorme talla y de la desproporción de los personajes.
Aparte de su Medellín natal y de Bogotá, otras ciudades y otros países le han rendido los más grandes homenajes: Madrid, Barcelona, Lisboa, Múnich, Nueva York, Jerusalén. En todas ellas, se pueden observar exposiciones públicas permanentes de sus obras.
Sin embargo, no siempre fue así. A los que crecimos viendo al Botero triunfador del mundo del arte nos cuesta trabajo imaginárnoslo pobre y sin éxito, sin haber encontrado aún su estilo particular. Para mí, por ejemplo, su nombre es indisociable de las figuras redondas de su mundo imaginado, donde no solo los seres humanos son gorditos, sino también los animales, los perros, los gatos, las aves, los objetos, las guitarras, los juguetes. Es todo un mundo inflado como la B de su apellido.
Aunque su carrera comenzó cuando era bastante joven (hizo una primera exposición a los 16 años), su estilo característico no vino sino hasta el año 1957, cuando se le ocurrió pintarle el agujero pequeño a un instrumento musical:
“Había buscado desde siempre dar cuenta de lo monumental en mi obra. Un día, después de haber trabajo mucho, tomé un lápiz al azar y dibujé una mandolina con formas muy amplias como siempre hacía. Pero en el momento de dibujar el hueco en el medio del instrumento, lo hice mucho más pequeño y, de repente, la mandolina tomo unas dimensiones de una monumentalidad extraordinaria”.
Sin embargo, no fue ese el punto de inflexión de su carrera, o por lo menos, no en lo que respecta al éxito. Este le vino tiempo después. En un artículo reciente, Daniel Coronell cuenta las dificultades económicas del artista, quien llego a Nueva York con tan solo 200 dólares en el bolsillo, una esposa y tres hijos.
Es solo a partir de los años setenta que despega su carrera como artista, al conocer al director del museo alemán de Nueva York, Diertrich Malov. Según ha dicho, de la noche a la mañana, él, totalmente desconocido en la ciudad, sin ni siquiera un contrato con una galería, empezó a recibir llamadas de los más grandes marchands de arte.
Sin embargo, lo que parece un golpe de suerte, es más bien el trabajo encarnizado de años y años, de estudio de los pintores del quattrocento, de los muralistas latinoamericanos y de una imaginación desbordante que fue capaz de reunirlo todo en un conjunto coherente que puede no gustarles a algunos, pero que difícilmente deja indiferente.
El mérito de Botero consiste no solo en haberle impuesto una nueva forma de arte figurativo al mundo artístico, que en ese entonces estaba engarzado en las formas abstractas, sino también en haber creado un mundo de personajes entrañablemente distantes. Precisamente Vargas Llosa, en un libro que acaba de aparecer en francés sobre el artista colombiano, habla de la “falta de dramatismo”, de la “imperturbabilidad prerromántica” de los personajes. Porque, si bien, entre ellos hay militares, prostitutas, toreros e, incluso, mafiosos como Pablo Escobar, todos parecen desligados de este mundo. La violencia, tan característica de nuestro país, aparece de repente bajo otra luz, más ligera, aunque no menos cruel. Sus obras, a pesar de su forma voluminosa, o quizá gracias a ella, parecen flotar como globos inflados con helio, e invitarnos a mirar el mundo con otros ojos. Con los ojos lucidos de la niñez.
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