MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 275 AGOSTO DEL AÑO 2021 ISNN 0124-4388
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El fracaso en el amor es un camino directo a la literatura. ¿Y qué mejor ejemplo de ello que el poeta Dante Alighieri, que el próximo 14 de septiembre cumplirá siete siglos de muerto?
Yo lo veo en todos sus retratos con el rostro avinagrado y la mirada desolada, a veces incriminadora, y pienso: “¿acaso no tuvo ninguna alegría el pobre hombre?”
Aunque su vida nos es poco conocida, sabemos que nació en Florencia en 1265, en el seno de una familia acomodada de prestamistas más bien usureros, y que fue bautizado bajo el nombre de Durante degli Alighieri. Era de signo Géminis, es decir nacido entre finales de mayo y mitad de junio, pero con tan mala estrella que perdió primero a su madre, cuando tenía alrededor de cinco años y luego a su padre a los diecisiete. Por ello, la custodia y la crianza del futuro poeta estuvieron a cargo de su abuelo.
Como no se tiene información alguna sobre su enseñanza, se cree que estudió a domicilio, con un profesor particular que le enseñó a leer, primero en lengua vulgar, es decir en toscano, y luego en latín.
Cosa extraña: de su padre no hay mención alguna en ninguna de sus obras, y su madre apenas es evocada por medio de una perífrasis en la Divina Comedia, puesta en boca de Virgilio: “Bendita sea la que estuvo de ti encinta” (Infierno, VIII, 45).
Más importante fue, al parecer, una visita que hizo en la primavera de 1274, cuando apenas tenía nueve años, a la casa de Folco Portinari, un ciudadano noble y próspero de Florencia. Según cuenta su primer biógrafo y más grande admirador Giovanni Boccaccio, entre las niñas de la casa había una más bella y con más gracia que las otras. Se llamaba Bice, y, aunque nunca sabremos si era grande o chiquita, bonita o fea, sabemos que Dante se enamoró perdidamente de ella. Tanto que la inmortalizó con el nombre de Beatriz y le reservó el lugar mas importante en el Paraíso, tercera parte de su famoso tríptico La Divina comedia.
Si damos crédito a lo que él mismo escribió en Vita Nova, pasaron nueve años antes de volverla a ver, durante los cuales se entregó a idealizarla por medio de ensoñaciones poéticas, mientras su Florencia natal se desgarraba en enfrentamientos intestinos entre güelfos, fieles al papa, y gibelinos, que apoyaban al emperador.
En el curso de un paseo, volvió a ver los ojos de la gentilissima que, para sorpresa suya, se inclinaron en una venia más propia de la cortesía que del amor.
Sin embargo, para él, fue la confirmación de un amor puro y espiritual, en el que hasta Boccaccio, que era hostil al matrimonio y a las pasiones amorosas en los intelectuales, reconoció el signo de la más absoluta devoción.
Su amor era platónico. No sólo porque únicamente se vieron dos veces en la vida y el parecer nunca se dirigieron la palabra, sino sobre todo porque Dante estaba prometido a otra mujer desde los doce años, y Beatriz, casada con Simone de Bardi, un banquero con el que tendría varios hijos.
Quizá por eso le tocó conformarse con un amor místico e idealizado, uno que era un fin en sí mismo, que ni siquiera exigía reciprocidad.
El evento crucial se produciría siete años después con la muerte prematura Beatriz, durante un parto. Dante tenía alrededor de 25 años y, según Boccaccio, entró en lo que hoy llamaríamos una profunda depresión de la que sólo pudieron sacarlo sus otras dos pasiones: la filosofía y la política.
Esta última lo llevó a formar parte del partido de los güelfos blancos, que defendían una cierta independencia de la ciudad frente al poder papal, en contraposición a los güelfos negros, a favor de la injerencia del sumo pontífice, y a ser parte del Consejo de los Ciento y de los priores.
Pero esta tarea que debía alejarlo de la tristeza no hizo sino acarrearle más problemas y terminarlo de arrastrar a la “selva oscura”. A raíz de una misión diplomática en Roma para discutir sobre el destino de su ciudad con el papa Bonifacio VIII, y por una traición de éste, comenzó para él un exilio que se prolongaría hasta el final de sus días. Sus bienes fueron confiscados y él, condenado a morir en la hoguera. Años mas tarde, en un arrebato de magnanimidad, le conmutarían la pena, primero, por la decapitación y, luego, por la de una deuda exorbitante. Se comprende que nunca volviera a poner un pie en Florencia y que incluso escribiera en el título de su obra maestra: Incipit Comedia Dantis Alighierii, florentini natione, non moribus (Aquí comienza la Comedia de Dante Alighieri, de origen florentino, pero no de costumbres).
A mitad del camino de la vida, en una selva oscura me encontraba porque mi ruta había extraviado.
La Divina comedia arranca con estos famosos versos y el experto que comenta mi traducción aclara que Dante, que tenía por ese entonces treintaicinco años, tomaba en cuenta la esperanza de vida de su época, es decir setenta años. Idea, a mi parecer, dudosa en el espíritu poco científico de la Edad media. Pero vaya uno a saber. En todo caso, él murió a los cincuentaiséis, antes de llegar al término de su segunda mitad.
Más interesante aún es el análisis de Roland Barthes, para quien el mezzo del cammin no es matemático, ni relacionado con la mitad del día, sino más bien existencial. Se trataría de ese punto de quiebre, esa fractura que le parte la vida a uno en dos sea en la juventud, sea en la adultez, sea tres años antes de morir. Esa “suerte de toma de conciencia total”, como la llama él, y que tiene su origen generalmente en un evento traumático, después del cual no se puede seguir viviendo de la misma manera.
Para Dante, fue la muerte de Beatriz la que lo precipitó en la selva oscura de la política, de las decepciones y el exilio. Fue lo que lo hizo emprender el viaje iniciático a través del infierno y el purgatorio para poder alcanzar el cielo.
Si hoy, setecientos años después de su muerte, Dante sigue emocionando a lectores de todas las edades y países, no es por la simbología esotérica contra la que se descalabran los eruditos, sino más bien porque sigue tomando de la mano a todo el que lo necesite, como hizo Virgilio con él, para guiarlo por medio de la literatura, no tanto a la gracia de Dios, sino a la reconciliación con el amor perdido y con el mundo.
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