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Un eminente
pueblerino y la
antiempresa que
cambió el mundo
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fascinante historia de Robert Noyce,
un pueblerino de los maizales de Iowa que en 1959 se inventó
el microchip y, con sólo 29 años, descubrió
la multimillonaria "Ruta hacia el Dorado". |
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Adaptación
de un texto escrito por el escritor estadounidense Tom Wolfe
(*).
Grinnell, Iowa, era en 1948 un fragmento de la historia de
mediados del siglo XIX trasplantado en pleno siglo XX. La
gente del Este jamás habría imaginado que un
pueblo del medio Oeste acabaría convirtiéndose
en el punto de partida de una revolución que había
de crear la red electrónica y que constituiría
el sustrato de la vida en los años posteriores.
En el verano de 1948, cuando tenía 45 años,
Grant Gale, un profesor de física de la Universidad
de Grinnell, leyó una nota en un periódico donde
se mencionaba a John Bardeen, quien con otro ingeniero, Walter
Brattain, habían inventado un novedoso dispositivo
llamado transistor. Al parecer, el transistor cumplía
la misma función que el tubo de vacío, un componente
esencial del sistema del teléfono y la radio. La noticia
ocupaba un sitio secundario en las páginas interiores;
la invención no saltó a los titulares de los
periódicos. Uno de los estudiantes de física
del último curso era un muchacho del pueblo llamado
Robert, "Bob", Noyce, a quien Gale conocía
desde hacía años. Bob y sus tres hermanos hacían
pequeños trabajos para la familia Gale, como rastrillar
las hojas secas del jardín, cortar el césped
o cuidar a los niños. En los últimos tiempos,
Bob había dado muchos quebraderos de cabeza. Al igual
que sus hermanos era buen estudiante, pero acababan de expulsarlo
de la facultad por un semestre. El padre de Bob era pastor
de la iglesia congregacionalista. Nadie negaba que los hermanos
Noyce mantenían una apariencia de amabilidad y decoro.
Eran miembros de los Boy Scouts. Asistían a la escuela
dominical, participaban en los grupos juveniles de la parroquia...rebosaban
devoción. Los Noyce no tenían vivienda propia.
En Grinnell, a diferencia de lo que ocurría en el Este,
eso no implicaba un desprestigio. Allí no había
gente de postín. No existía clase alta que llevara
la cuenta de los progresos sociales de los demás. La
pobreza de los virtuosos no constituía motivo de deshonra.
La ostentación, en cambio, sí.
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Ingeniero
nadador

A pesar de su evidente pasión por la ciencia, Bob
resultó ser uno de esos raros especímenes
de los que tanto se habla: el alumno polifacético.
Era un muchacho de metro ochenta de estatura, esbelto y
musculoso, con una tupida melena castaña oscura,
barbilla angulosa y una nariz larga y ancha que endurecía
sus facciones. Era el mejor buceador del equipo de la universidad.
Cantaba en el coro, tocaba el oboe y era miembro del grupo
de teatro. También había participado en el
taller universitario de radio y era protagonista de una
serie emitida par la WOI en Ames, Iowa. En mayo de 1948,
Bob y un grupo de amigos de la residencia estudiantil decidieron
celebrar una fiesta hawaiana. El plato principal era un
cochinillo asado. Puesto que Bob era fuerte y veloz, fue
uno de los elegidos para conseguir el cerdo. Esa noche él
y un amigo entraron a hurtadillas en una granja de las afueras,
sacaron un animal de 12 kilos y regresaron al lugar de la
fiesta donde los recibieron con aplausos.
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| A
la mañana siguiente llegó la resaca moral. Decidieron
ir a ver al granjero agraviado, confesar su delito y pagar el
cerdo. El granjero llamó al sheriff. El acuerdo alcanzado
con la ayuda de su profesor, Grant Gale -la suspensión
de Bob durante un semestre- era en términos realistas,
el mejor al que podía aspirar el joven. Gale se quedó
impresionado al ver la forma en que Bob Noyce se tomaba la cuestión.
Las miradas asesinas de los habitantes del pueblo no consiguieron
minar su seguridad en sí mismo. Todos los Noyce tenían
una profunda y sorprendente autoestima. Bob escuchaba y miraba
a los demás de una manera peculiar. Bajaba ligeramente
la cabeza y clavaba unos ojos que parecían irradiar cien
vatios. Cuando fijaba la vista en alguien, no parpadeaba ni
trababa saliva. Absorbía todo cuanto le decían
y luego respondía con una serena voz de barítono,
y a menudo con una sonrisa que revelaba su perfecta dentadura.
La mirada, la voz, la sonrisa...todo recordaba la pose cinematográfica
de uno de los ex alumnos más célebres de la universidad
de Grinnell: Gary Cooper. Bob Noyce producía lo que los
psicólogos llaman el "efecto halo". Las personas
con esta característica parecen saber exactamente lo
que hacen y, sobre todo, consiguen que uno los admire por ello.
En sus primeros tres años en la universidad, Bob había
acumulado tantos créditos que sólo le quedaba
un semestre para graduarse. Se reincorporó a la universidad
después de haber tenido un empleo temporal en una compañía
de seguros. Lo que más alegró a Gale, su profesor,
fue que Bob se involucrara en el estudio del nuevo dispositivo
experimental: el transistor. En otoño se marchó
al Instituto tecnológico de Massachusetts (el MIT), en
Cambridge, para iniciar sus estudios de doctorado. Cuando planteó
el tema del transistor en el MIT, todos quedaron atónitos.
Incluso los que habían oído hablar del invento
sólo lo veían como un simple juguete fabricado
por la compañía telefónica. No existía
ningún curso de doctorado sobre transistores o la electrónica
del estado sólido; era una disciplina en la que MIT se
hallaba muy por detrás de la Universidad de Grinnell.
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Cerebros desertores
Grant Gale fue el primer físico
importante en la vida de Bob Noyce. El segundo se llamaba
William Shockley. Noyce y él, en muchos sentidos, se
parecían. Para empezar, los dos eran aficionados a
las artes escénicas. En el MIT, Noyce había
cantado en el coro. A principios del verano de 1953, después
de obtener el título de doctor, participó como
cantante y actor en una serie de musicales de la Universidad
de Tufts. La encargada del vestuario era una joven llamada
Elízabeth Bottomley, que acababa de terminar estudios
de filología inglesa. A ambos les gustaba el arte dramático.
Cantar, actuar y esquiar eran los pasatiempos favoritos de
Noyce. Se casaron en otoño de ese mismo año.
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El
chip 1103 abrió las puertas a un campo tan lucrativo
que otras compañías lucharon a brazo partido
para ocupar al menos el segundo puesto.
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Shockley había
sentado las bases teóricas de la investigación
de los semiconductores en estado sólido. Se estableció
al sur de Palo Alto, California, en un edificio de cemento
con vigas a la vista y llamaba a su equipo de trabajo experimental
como su "taller de doctores". En 1956, Noyce renunció
a un empleo en Philadelphia y se trasladó a California
para trabajar con Shockley. La forma en que lo hizo es un
ejemplo típico de su gran seguridad en sí mismo.
Para entonces Bob y su esposa tenían dos hijos, uno
de dos años y otro de seis meses. Después de
mantener un par de conversaciones telefónicas con Shockley,
Noyce y su familia viajaron desde Philadelphia a San Francisco
en un vuelo nocturno. Llegaron a Palo alto a las seis de la
mañana. A medio día, Noyce ya había firmado
el contrato de compra de una casa. Esa tarde fue a ver a Shockley
para solicitarle un empleo, proyectó su halo y lo consiguió.
Los primeros meses en el taller de doctores de Shockley constituyeron
una apasionante revelación para Noyce. Cada día,
una docena de jóvenes doctores en electrónica
llegaba a las ocho de la mañana y empezaba a calentar
los hornos de germanio y silicio...las batas blancas ondeaban,
los científicos observaban por el microscopio y Shockley
se paseaba de mesa en mesa, dirigiendo la misteriosa sinfonía.
El 1 de noviembre de 1956, Shockley llegó luciendo
una sonrisa de oreja a oreja. Momentos antes lo habían
llamado por teléfono para comunicarle que había
ganado el premio Nobel de física por la invención
del transistor y compartía el premio con John Bardeen
y Walter Brattain. Invitó a su taller de doctores a
un desayuno con champán. Aquel fue un gran día
en el Shockley Semiconductor Laboratory. Pero no hubo muchos
más. A Shockley jamás se le había ocurrido
pensar que sus expertos subordinados podían tener un
concepto de si mismos semejante al suyo: es decir, creer que
eran jóvenes genios capaces de invenciones merecedoras
de un Nobel. Además ahora que se había convertido
en empresario, buscaba nuevas formas de gestionar su compañía
que irritaban a la gente, hizo públicos los sueldos,
hizo que los empleados se calificaran unos a otros, puso detector
de mentiras...y había diferencias de fondo en el trabajo.
Las causas de lo que sucedió a continuación
fueron la insatisfacción de sus empleados con su jefe
y el atractivo de una aventura comercial independiente. En
el verano de 1957, nació la idea que convertiría
el negocio de los semiconductores en un mundo tan salvaje
como el del espectáculo: la fuga de cerebros.
El Microchip
Los siete desertores, con Noyce como investigador y administrador,
contrataron los servicios de Hayden Stone, una firma de Wall
Street, para que les consiguiera el capital necesario para
empezar. Noyce tenía 29 años. Luego de proponer
el proyecto a 22 compañías, Fairchild Camera
and Instrument Corporation de Nueva York acabó aceptándolo.
La empresa se ubicó al otro lado, en el entonces agrícola
Valle de Santa Clara, pleno Oeste, que después ellos
convertirían en el legendario Silicon Valley. No había
podido nacer en mejor momento. La carrera espacial tuvo el
efecto de combinar dos inventos nuevos -el transistor y el
ordenador- y magnificar la importancia de ambos. El primer
ordenador electrónico estadounidense, llamado ENIAC,
fue creado por el ejército durante la Segunda Guerra
Mundial con el propósito de computarizar la trayectoria
de la artillería y las bombas. Aquel artefacto era
un auténtico monstruo. Con 30 metros de longitud y
tres de altura, utilizaba 18 mil tubos de vacío. Generaba
tanto calor que la sala donde se encontraba alcanzaba a veces
los 52 grados centígrados. El gobierno necesitaba ordenadores
más pequeños que pudieran instalarse en los
cohetes y proporcionar información a bordo. Reemplazar
los tubos de vacío por transistores era el método
óptimo. Los términos ordenador y miniaturización
adquirieron una importancia trascendental. Noyce presentó
un circuito integrado hecho de silicio, que se convirtió
en prototipo industrial. Noyce sabía exactamente lo
que tenía en su circuito integrado, o microchip, como
lo llamaba la prensa. Sabía que había descubierto
la Ruta hacia El Dorado.
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El jefe en camiseta
Se abría un mundo de posibilidades que permitían
crear ordenadores muchísimo más pequeños,
poner todas las funciones del poderoso ENIAC en un panel del
tamaño de un naipe y aplicar el circuito integrado a
todos los campos de la ingeniería imaginables, desde
los viajes a la luna hasta la creación de robots, y otros
que nadie había imaginado como la terapia psicológica
por Internet. El jefe, John Carter, nombró a Noyce gerente
general de la Fairchild Semiconductor, que de buenas a primeras
se había convertido en una de las firmas más populares
del mundo. |
La Nasa escogió el circuito
integrado de Noyce y a partir de ese momento empezaron a llover
los pedidos. Un día John Carter llegó de Nueva
York a California para ver de cerca el proceso de fabricación
de los semiconductores. Entró al edificio de cemento
en el asiento trasero de una limusina Cadillac negra, conducida
por un chofer que permaneció esperándolo sin moverse
durante casi 8 horas. Se lo pasaba en grande interpretando el
papel de jefazo. Esa pequeña estampa del estilo de vida
de los altos cargos de Nueva York resultaba, en el valle de
Santa Clara, sumamente "indecorosa". Las corporaciones
del Este adoptaban una postura feudal ante la organización.
Había reyes, caballeros, vasallos, soldados, siervos,
con grados de protocolo e incentivos que simbolizaban superioridad
y delimitaban los distintos niveles jerárquicos. En el
Este, por ejemplo, los despachos de los ejecutivos eran parecidos
a una suite de una mansión lujosa. Noyce se percató
de lo mucho que detestaba el sistema de clases y rangos de las
empresas donde los que ocupaban los peldaños más
altos se conducían como si fueran miembros de la corte
real o de la aristocracia. El no quería establecer una
jerarquía social en Fairchild. No sólo no habría
limusinas. Pese a ser el gerente, Noyce pasaba la mitad del
tiempo en el laboratorio, trabajando con su bata blanca. Llegaba
vestido de americana y corbata, pero pronto se las quitaba,
y nadie impedía que los demás empleados hicieran
lo mismo. No existían reglas de indumentaria aunque parecía
haber un acuerdo tácito al respecto. La vestimenta debía
ser decorosa, tanto en el sentido social como en el moral. En
Fairchild no se veían trajes de raya fina y chaqueta
cruzada ni corbatas a cuadros. La ropa elegante, de última
moda o provocativa se consideraba inapropiada. El desaliño
no era un pecado. La ostentación, sí.
Toda la plantilla había hecho suyas las metas de la empresa.
No necesitaban órdenes de superiores. Además !Todos
eran tan jóvenes! Noyce, el administrador, el coordinador
jefe o como quieran llamarlo, era una de las personas de más
edad y apenas superaba los 30. Noyce ni siquiera se molestó
en buscar "directivos con experiencia". Allí,
en California y en la industria de los semiconductores, esa
clase de personal no existía. En cambio reclutaba ingenieros
recién salidos de la universidad y enseguida delegaba
en ellos importantes responsabilidades. Las decisiones importantes
no se tomaban siguiendo una cadena de mandos. Noyce se reunía
semanalmente con personas de las distintas secciones operativas
y cualquier asunto que requiriera solución se resolvía
en el acto. En las convencionales empresas del este, un empleado
debía pedir autorización a uno, dos o tres superiores,
o incluso a una junta entera, procedimiento que suponía
días o semanas de papeleo burocrático. Noyce lo
cambió todo. Llamaba al nuevo método la "ruta
corta del papel". !El espíritu de la etapa de gestación!
¿Cómo olvidar el entusiasmo de los primeros años?
!Ser joven y libre en el reino del silicio! |
Era la viva imagen
del principio religioso según el cual, cuanto mayor
es la libertad -por ejemplo la libertad de vestir como a
uno le apetezca, mayor es la obligación de uno disciplinarse
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Intel, no
una empresa sino una comunidad
La nueva raza de Silicon Valley vivía para el trabajo.
Un ingeniero vivía bajo la presión constante,
pues se esperaba que reinventara el circuito integrado. El propio
Noyce lideraba la carrera. En 1959 había introducido
un circuito eléctrico completo en un chip de silicio
del tamaño de una uña. En 1968 había patentado
una docena de circuitos integrados y transistores nuevos. Y
la miniaturización permitía hazañas verdaderas.
En 1968, Noyce y Gordon Moore decidieron independizarse. Les
disgustaban demasiadas cosas de la empresa acartonada del Este,
anclada en los absurdos problemas de la burocracia y la gestión
de personal. Montaron Intel con 12 brillantes ingenieros jóvenes.
Se introdujeron en el sector menos investigado de la tecnología
informática: el del almacenamiento de datos o memoria.
Dos años después habían desarrollado el
chip de memoria 1103, un chip de silicio y post silicio del
tamaño de dos caracteres tipográficos. El chip
1103 abrió las puertas a un campo tan lucrativo que otras
compañías, incluida la Fairchild, lucharon a brazo
partido para ocupar al menos el segundo puesto y hacerse cargo
de los pedidos millonarios que Intel no podía atender.
Cuando se instalaron, Noyce empezó a trabajar en un escritorio
metálico de segunda mano, lleno de arañazos. La
compañía empezó a expandirse y Noyce conservó
su viejo escritorio, mientras que las mecanógrafas recién
contratadas recibían mesas más nuevas, grandes
y mejores. El disfrutaba subvirtiendo las reglas de protocolo.
En Intel no había comidas de ejecutivos. En Nueva York
, los ejecutivos veían el almuerzo como el festín
diario de la aristocracia. Contrataban cocineros de Europa y
Oriente. Pasta primavera, Saucisson, Mousse de acedera, Homard
cardinal, Terrina de légumes Montesquieu, Paillard de
pichon....!Y los vinos!, !Los coñacs!, !el oporto!...
!y la decoración de Halston! !Y los camareros y Maitres
que recibían al personal efusivamente hablándole
con un acento francés de película delante de los
amigos.
En Intel las comidas eran muy distintas. Uno sabía cuándo
era medio día porque a esa hora muchos hombres de bata
blanca cruzaban la puerta principal jadeando a causa del peso
de las bandejas que cargaban. Bandejas llenas de emparedados
y vasos de plástico.
A las 8 en punto
En las reuniones se explicaba la doctrina general de Intel mediante
el método socrático, en seminarios de gestión
empresarial dirigidos por el número tres de Intel, Andrew
Grove. Grove decía por ejemplo "¿Cómo
resumirían el enfoque de Intel?" Se alzaban muchas
manos, Grove escogía una y el entusiasta expositor respondía:
"En Intel, uno no espera que otro haga las cosas. Recoge
la pelota y echa a correr con ella". Y Grove corregía:
"No, en Intel, uno recoge la pelota, la desinfla, la dobla
y se la mete en el bolsillo. Después busca otra pelota,
corre con ella y cuando ha llegado a la meta, saca la primera
pelota del bolsillo, la infla y marca doce puntos en lugar de
seis. " |
No tenía
inconveniente en gastar dinero; lo que le molestaba
era hacer ostentación de él.
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Grove era el individuo más
pintoresco del grupo. Un hombre delgado, treintañero,
con una mata de apretados rizos negros en la cabeza. Todos los
días llevaba un jersey de cuello cisne o una camisa cuyo
cuello abierto mostraba una cadena. Era la viva imagen del principio
religioso según el cual, cuanto mayor es la libertad
-por ejemplo la libertad de vestir como a uno le apetezca-,
mayor es la obligación de uno disciplinarse. El atuendo
de Grove parecía siempre impecable. Era un tanto obsesivo
con la pulcritud y el orden. A Noyce se le tenía por
hombre estricto, pero cortar cabezas no era lo suyo y nunca
hablaba de venganza. No toleraba pecadillos como sacar cantidades
de efectivo de la caja con la intención de devolverlas
el lunes. Su severa mirada y su aire a lo Gary Cooper no sólo
resultaban estimulantes sino que a veces tenían el poder
de mortificar. Aunque estuviera enfadado, jamás alzaba
su voz de barítono. Parecía un ser poderoso que
hacía un esfuerzo sobrehumano por controlarse. Creaba
la impresión de que si lo provocaban, lucharía.
En consecuencia, rara vez necesitaba hacerlo. Nadie se atrevía
con Bob Noyce.
No cabe el sindicato
Noyce logró crear un universo ético en un medio
intrínsecamente amoral: La empresa estadoudinense de
la segunda mitad del siglo XX. En Intel existían el bien
y el mal, la libertad y la disciplina, y curiosamente los empleados
asimilaban esas creencias como si fuesen miembros del ejército
de Cromwell. Cuando la plantilla de Intel creció y los
beneficios se dispararon, los sindicatos intentaron organizar
a los trabajadores. Discretamente, Noyce dio a entender que
consideraba la sindicalización como una amenaza de muerte
contra Intel. Las batallas entre obreros y la patronal formaban
parte del retrógrado sistema del Este. Si Intel se dividía
entre trabajadores y jefes, lo que sugería que cada grupo
tendría que exprimir al otro para sacar beneficios, ello
significaría el fin de la empresa. La motivación
ya no sería interna, se materializaría en el mortífero
sistema de reglas de trabajo y procedimientos conciliatorios.
La única vez que se celebró una votación,
el sindicato perdió por el considerable margen de cuatro
a uno.
Microprocesador
Esto era sólo el principio. Un ingeniero de 32 años
de Intel, Ted Hoff, inventó un dispositivo tan importante
como lo había sido el circuito integrado de Noyce una
década antes: el microprocesador. Pasó a conocerse
como el ordenador en un chip. Noyce tomó la victoria
como la confirmación de una hipótesis: si uno
creaba una comunidad empresarial, una congregación que
respetara la autonomía, el genio había de acabar
floreciendo. Y de hecho florecieron también los beneficios
para la empresa La noticia de la invención del microprocesador,
sumada al éxito del chip de memoria 1103, prácticamente
triplicó el valor de las acciones de Intel entre 1971
y 1973. Noyce seguía viviendo en su primera casa, ubicada
en un barrio que no era, precisamente, el más lujoso.
No tenía inconveniente en gastar dinero; lo que le molestaba
era hacer ostentación de él. Era uno de los individuos
más ricos, así como el personaje más importante
del medio, pero su nombre rara vez aparecía en la prensa.
Cuando aparecía era en la sección de economía
y no en la de sociedad. Esa era otra constante en el mundo de
los nuevos ricos de Silicon Valley.
(*) Texto de Tom Wolfe "Dos jóvenes fueron al Oeste",
Periodismo Canalla y otros artículos. Ediciones B. |
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