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Colombia no valora suficientemente la riqueza que representa
su población vieja. La negación de calidad
de vida a la mayoría de estas personas es una manifestación
de las democracias débiles o restringidas, lo mismo
que el descuido de otras poblaciones vulnerables como mujeres
y niños. Y un campo en el cual se aprecia la discriminación,
es el de salud y seguridad social: para verificar qué
tan equitativa o inequitativa es una sociedad, basta ver
el tratamiento dado al sector de la población mayor.
Colombia figura en el puesto 52 del Índice Global
de Seguimiento al Envejecimiento entre 96 países
del mundo, dato preocupante porque este instrumento marca
la respuesta social al envejecimiento, la gestión
efectiva para que los viejos vivan bien. Pero en el componente
específico de salud está en el lugar 18, algo
cuestionable si consideramos que los criterios de esa clasificación
son una mera realidad estadística. Esos criterios
son esperanza de vida al cumplir 60 años de edad,
esperanza de vida saludable y situación mental y
psicológica, elementos difíciles de evaluar
y generalizar en una población tan heterogénea
como la colombiana. Como advierten expertos de la Fundación
Saldarriaga Concha, esa clasificación no implica
que el sistema de salud funcione bien para los viejos ni
que tengan todas sus necesidades básicas resueltas;
las inequidades son evidentes.
El Estado tiene una legislación amplia que pretende
garantizar la salud y la calidad de vida de los mayores
y algunos programas positivos en su favor. Lo uno y lo otro
son necesarios, pero insuficientes. El aparato normativo
no siempre se traduce en reglamentaciones viables y adecuadas
y en una política de Estado coherente y garantista:
los programas tienen limitada cobertura. Lo más grave
que ocurre con las personas mayores es la falta de una cultura
humanitaria que le permita ver a toda la sociedad el valor
de sus ancianos, la prelación de sus derechos como
población vulnerable.
Así, muchas formas de maltrato pasan inadvertidas,
constituyendo otro nicho de impunidad, tan difícil
de develar y de superar como el maltrato infantil. La carencia
de esa cultura explica el generalizado abandono de los ancianos
por sus mismas familias, la falta de verdaderos cuidadores
frente al cúmulo de enfermedades crónicas
y degenerativas que crece exponencialmente, y lo más
grave: la violencia que se ejerce cotidianamente contra
estas personas.
Ningún estamento del país tiene disculpa para
no comprometerse en un mejoramiento radical de las condiciones
de vida de los viejos. Es éste otro terreno en donde
no podemos esconder la cabeza en la arena como el avestruz,
no podemos ceder el terreno al discurso tecnocrático
estéril de quienes tranquilizan su conciencia cambiando
de nombre a los viejos con los consabidos eufemismos de
tercera edad, edad dorada, adultos
mayores, personas mayores, que no redundan
en un mejor trato a estos patriarcas que tanto nos han dado
y tan poco les retribuimos.
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