MEDELLÍN,   COLOMBIA,   SURAMÉRICA    AÑO 7    NO 90  MARZO DEL AÑO 2006    ISSN 0124-4388      elpulso@elhospital.org.co






 

 

Escenas
domésticas en
la literatura
José Xedroc - Escritor y salubrista - elpulso@elhospital.org.co
La literatura, en particular la narrativa, tiene la gran ventaja de que puede meterse con todo. Desde la gran aventura épica hasta el grosero incidente trivial, desde la ficción más inverosímil a la crónica periodística, del simbolismo impenetrable al relato ágil y ameno. Todo está permitido. Pero no siempre es entendido así, y algunos pretenden ver en simples descripciones mundanas unos símbolos y unos conceptos que el autor tal vez ni siquiera hubiera imaginado.
Y es que si hay algo de lo que está lleno el mundo literario es de estereotipos. Tal vez porque la celebridad allí es excluyente, y es a la vez la única forma de supervivencia, entonces uno quisiera creer que los pocos que acceden al panteón son personas fuera de lo normal, excesivas.
La imagen del escritor reglamentario pareciera tener que ver sólo con un Rimbaud, el más voluptuoso y prolífico ser humano que pueda concebirse, o con Edgar Allan Poe, tipo clásico del escritor bohemio de enorme cultura, o con Ernst Hemingway con su vida intensa y variada que se corta de tajo con un poético suicidio, o con Dostoievsky, que no concibió “El Jugador” por simples referencias. Pero hay que acordarse también de genios como Leon Tolstoi, un noble feudal ruso más preocupado por asuntos religiosos de lo que uno quisiera aceptar, o Kafka, un simple y aburrido burócrata con un semblante vulgar y unas orejas enormes, o de James Joyce, quien a pesar de su obra épica no pasó de ser un intelectual corriente cargado de penurias y con una familia a la que respondió con decoro.
"Durante mucho tiempo el recuerdo de su aventura le dejó descontento y desequilibrado. El amor y el dolor habían pasado por su vida y, privado ahora de aquellos elementos, se encontraba con la sensación de uno a quien le han amputado una parte importante de su cuerpo. Aquel vacío, sin embargo, acabó por colmarse. Renació en él el gusto por la seguridad, por la vida tranquila, y la preocupación por sí mismo sustituyó a otro deseo cualquiera".
“Senectud” (fragmento). Italo Svevo
En fin, hay algunos libros que quisiera mencionar por lo que llamaríamos en lenguaje de Balzac “escenas de la vida burguesa”, pero sin dar a la expresión “burgués” una acepción panfletaria de tipo político o ideológico. Por eso el título se remite más bien a las “escenas domésticas”, para no espantar al lector haciéndole creer que esto es otra cosa que lo que pretende: Un breve y arbitrario digesto sobre asuntos comunes de la propia vida reflejados en la literatura.
Justamente en estos días hay en cartelera una película que recrea este asunto: “Orgullo y prejuicio”, basada en la que es reconocida como la obra maestra de la autora romántica británica, Jane Austen, joven especialmente dotada para la literatura en una época en que se suponía que esto no debía ocurrir con las mujeres, y que escribió este libro (a escondidas) a la sorprendente edad de 21 años. Pero Austen no busca aventuras escabrosas para relatarlas (como parecen empeñados en hacer algunos autores de estos tiempos con complejo de “Barfly”), sino que simplemente toma asuntos de su vida ordinaria de clase media como amor, matrimonio, clase social, búsqueda de fortuna, todo ello de una manera magistral. Algunos hubieran querido que la literatura se mantuviera en los sensatos límites de lo filosófico o lo descomunal, y la autora tuvo que cargar por un siglo de incomprensión hasta ser rescatada por Virginia Woolf, quien puso en su sitio la genialidad de su obra.Y es que Woolf reivindica el derecho de la mujer a tratar de los temas que a ella le preocupan que no son en todo sentido los mismos de los varones. Luego de Wolf, las mujeres se sentirán más cómodas en su propio papel y recientemente
aparece una obra maravillosa y muy poco conocida en nuestro medio como es “El cuaderno dorado” de Doris Lessing (hoy nonagenaria y llena de energía), en donde la sinceridad acerca de lo cotidiano resulta a veces hasta brutal.
En la misma línea, una obra del siglo XX que vale la pena descubrir es “La conciencia [¿confesión?] de Zeno”, del escritor triestino Italo Svevo (seudónimo de Ettore Schmitz), quien por consejo de su amigo de madurez James Joyce se decide a pasar de escritor frustrado y comerciante exitoso a novelista famoso, por lo que publica su obra cumbre siendo ya viejo. “Zeno” es el alter ego del autor y la obra plasma en un tono de permanente tragicomedia unos semblantes sicológicos muy definidos y el ambiente burgués de su tiempo, no muy distinto del nuestro en verdad.
Pero para llegar a la cumbre de la psicología de la clase media hay que retroceder algo más, hasta Gustave Flaubert, quien a diferencia de los autores mencionados trata de lo burgués con dureza, haciendo de sus admirables personajes héroes trágicos de sus pequeños mundos. Se dice que Flaubert acababa exhausto cada obra, por lo que implicaba confrontarse con su propia realidad de una manera tan viva.
Y otro genio de lo trivial es Leon Tolstoi, pero con un agravante. Tolstoi trata de la vida burguesa -aunque de manera marginal- en su colección de cuentos “La muerte de Ivan Ilich”, pero es en sus obras maestras “Ana Karenina” y “Guerra y Paz”, que se ambientan en el mundo de la alta aristocracia rusa, en donde se ve una intensa penetración de la vida doméstica de sus personajes, lo que podríamos llamar muy caprichosamente “escenas burguesas de los aristócratas”. Ahora bien, el maestro del manejo de lo cotidiano es Joyce con “Ulises”, 18 horas de la vida de sus protagonistas, lleno de diálogos interiores donde retrata su ambiente y filosofía.
Y por qué no rematar con García Márquez, que en la más naturalista de sus obras, “El amor en los tiempos del cólera”, eleva hasta las estrellas con la mayor desenvoltura (como siempre lo hace) los asuntos más baladíes de la vida diaria matrimonial de un médico rico y reconocido. Y es que en general, en la obra garciamarquiana, uno descubre casi con sorpresa que el relato de dimensiones épicas y carácter fantástico es simplemente una exaltación de unos ambientes que en la insípida realidad invitan más a la ofuscación que a la fascinación.
En conclusión, el arte está llena de seres como nosotros, con los que nos identificamos, y en estos casos la obra se vuelve casi un espejo, que en el caso de los autores más agresivos, nos hace ver muy, muy feos, terriblemente humanos.
El elixir de larga vida
(fragmento)
Honoré de Balzac
"Tal vez al comienzo de una orgía las almas tienen aún demasiada lucidez. A pesar de la luz de las velas, las voces de las pasiones, de los vasos de oro y de plata, el vapor de los vinos, a pesar de la contemplación de las mujeres más arrebatadoras, quizás había aún, en el fondo de los corazones, un poco de vergüenza ante las cosas humanas y divinas, que lucha hasta que la orgía la ahoga en las últimas ondas de un vino espumoso. Sin embargo, los corazones estaban ya marchitos, torpes los ojos, y la embriaguez llegaba, según la expresión de Rabelais, hasta las sandalias. En aquel momento de silencio se abrió una puerta, y, como en el festín de Belsasar, Dios hizo acto de presencia y apareció bajo la forma de un viejo sirviente de pelo blanco, andar vacilante y de ceño contraído. Entró con una expresión triste; con una mirada marchitó las coronas, las copas bermejas, las torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura de los rostros sorprendidos, y los colores de los cojines arrugados por el blanco brazo de las mujeres; finalmente, puso un crespón de luto a toda aquella locura, diciendo con voz cavernosa estas sombrías palabras:
-Señor: vuestro padre se está muriendo.
Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto que bien podría traducirse por un: "Lo siento, esto no pasa todos los días".
¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a los jóvenes en medio de los esplendores de la vida, en el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es tan repentina en sus caprichos como una cortesana en sus desdenes; pero más fiel, pues nunca engañó a nadie.
Cuando don Juan cerró la puerta de la sala y enfiló una larga galería tan fría como oscura, se esforzó por adoptar una actitud teatral pues, al pensar en su papel de hijo, había arrojado su alegría junto con su servilleta".
 
Razones y osadías (fragmento)
Gustave Flaubert
"Por lo que se refiere a la idea de patria, es decir, una determinada porción de terreno dibujada en el mapa y separada de las demás por una línea roja o azul, ¡no! Para mí la patria es el país que quiero, es decir, el país con el que sueño, aquel en que me encuentro a gusto (...)
Amo a este pueblo áspero (se refiere a los árabes nómadas), persistente, vivo, último ejemplo de las sociedades primitivas y que, al hacer alto a mediodía, tumbado a la sombra bajo el vientre de sus camellas, se burla, mientras fuma su chibuquí, de esa valiente civilización nuestra que tiembla de ira. Soy capaz de entender muy bien lo que significaba la patria para los griegos, que no tenían más que su ciudad; para los romanos, que no tenían más que Roma; para los salvajes a los que acosan en su selva; para los árabes, perseguidos hasta en el interior de sus tiendas. Pero nosotros, ¿acaso no nos sentimos en el fondo tan chinos como ingleses o franceses?
¿No vuelan hacia el extranjero todos nuestros sueños? De niños, deseamos vivir en el país de los loros y de los dátiles confitados; nos elevamos con Byron o Virgilio; codiciamos el Oriente en nuestros días de lluvia, o deseamos ir a las Indias a hacer fortuna, o a América para explotar la caña de azúcar. La patria es la tierra, es el universo, son las estrellas, es el aire, es el propio pensamiento, es decir, lo infinito dentro de nuestro pecho".
Ocioso lector
Ciencia y literatura

En septiembre de 2005, el diario La Tercera de Chile presentó el ensayo “La ciencia de la literatura” de César Antonio Molina, escritor y director del Instituto Cervantes, ponderando el trabajo de Oliver Sacks, profesor de neurología clínica en el Albert Einstein College de Nueva York, que está escribiendo la novela de la ciencia.

Cuando la ciencia llega hasta el borde mismo del conocimiento, necesita imaginación más que otra cosa.
Cuenta el autor que en este tratado inédito se reseñan los trabajos notables de Coleridge, que asistía a las clases de química de la Royal
Institution para renovar su repertorio de metáforas. Goethe -apasionado de la geología, la botánica, la fisiología, “por no hablar de la obstinada especulación que fue la Teoría de los colores”- que utilizó la expresión “Las afinidades electivas” como título de una obra suya con una connotación erótica, pero ésta es, en realidad, un préstamo científico.
Keats, de entre los románticos ingleses, fue quién más aunó sus conocimientos médicos con lo poético. Y ya más contemporáneamente T.S. Eliot en “Tradición y talento individual” emplea metáforas químicas para explicar el pensamiento del poeta. Otro inglés, G. H. Hardy, especialista en teoría de los números, pone en boca de su amigo el genetista Steve Jones esta otra frase: “¿Qué sería de la ciencia sin metáforas?”
Durante el siglo XX, autores como Queneau, Primo Levy, Stanislaw Lem o Thomas Pynchon continuaron la tradición de otros siglos de la tematización literaria de asuntos científicos.
De entre los personajes Molina destaca a Humphry Davy, conocido de Coleridge y escritor de poemas que a veces publicaba, descubrió el sodio y el potasio. El científico llevaba siempre consigo un cuaderno de notas en donde iba reflejando detalles de sus experimentos químicos, poemas y reflexiones filosóficas. En París conoció a Ampére y a Gay-Lussac que le habló del cloro de las algas. En Italia analizó muestras de antiguas pinturas y, subido a la boca del Vesubio, llegó a la conclusión de que el gas del volcán era el mismo metano que el de los pantanos. Mary Shelley, autora de “Frankenstein”, siguió con admiración las conferencias de Davy y en su popular obra hay muchas referencias a las ideas del maestro encarnado en el profesor Waldman.
Otras interesantes aventuras de ciencia y literatura son relatadas por el autor. Y aún se pasan por alto en esta reseña los trabajos de Jorge Luis Borges, quien además de su inverosímil acerbo intelectual dictaba conferencias sobre matemáticas eleáticas, o Lewis Caroll, autor de “Alicia en el país de las maravillas”, que también era un ponderado lógico matemático. Hasta el más importante escritor sueco contemporáneo August Strindberg, que a la vez publicaba sus independientes investigaciones científicas en revistas de química, decía hace más de un siglo: “La literatura no sirve de nada. La ciencia lo es todo”.
 



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