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Escenas
domésticas en
la literatura  |
José
Xedroc - Escritor y salubrista - elpulso@elhospital.org.co |
La literatura, en
particular la narrativa, tiene la gran ventaja de que puede
meterse con todo. Desde la gran aventura épica hasta
el grosero incidente trivial, desde la ficción más
inverosímil a la crónica periodística,
del simbolismo impenetrable al relato ágil y ameno.
Todo está permitido. Pero no siempre es entendido así,
y algunos pretenden ver en simples descripciones mundanas
unos símbolos y unos conceptos que el autor tal vez
ni siquiera hubiera imaginado.
Y es que si hay algo de lo que está lleno el mundo
literario es de estereotipos. Tal vez porque la celebridad
allí es excluyente, y es a la vez la única forma
de supervivencia, entonces uno quisiera creer que los pocos
que acceden al panteón son personas fuera de lo normal,
excesivas.
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La imagen del escritor
reglamentario pareciera tener que ver sólo con un Rimbaud,
el más voluptuoso y prolífico ser humano que
pueda concebirse, o con Edgar Allan Poe, tipo clásico
del escritor bohemio de enorme cultura, o con Ernst Hemingway
con su vida intensa y variada que se corta de tajo con un
poético suicidio, o con Dostoievsky, que no concibió
El Jugador por simples referencias. Pero hay que
acordarse también de genios como Leon Tolstoi, un noble
feudal ruso más preocupado por asuntos religiosos de
lo que uno quisiera aceptar, o Kafka, un simple y aburrido
burócrata con un semblante vulgar y unas orejas enormes,
o de James Joyce, quien a pesar de su obra épica no
pasó de ser un intelectual corriente cargado de penurias
y con una familia a la que respondió con decoro.
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"Durante
mucho tiempo el recuerdo de su aventura le dejó descontento
y desequilibrado. El amor y el dolor habían pasado
por su vida y, privado ahora de aquellos elementos, se encontraba
con la sensación de uno a quien le han amputado una
parte importante de su cuerpo. Aquel vacío, sin embargo,
acabó por colmarse. Renació en él el
gusto por la seguridad, por la vida tranquila, y la preocupación
por sí mismo sustituyó a otro deseo cualquiera".
Senectud (fragmento). Italo Svevo
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En fin, hay algunos
libros que quisiera mencionar por lo que llamaríamos
en lenguaje de Balzac escenas de la vida burguesa,
pero sin dar a la expresión burgués
una acepción panfletaria de tipo político o
ideológico. Por eso el título se remite más
bien a las escenas domésticas, para no
espantar al lector haciéndole creer que esto es otra
cosa que lo que pretende: Un breve y arbitrario digesto sobre
asuntos comunes de la propia vida reflejados en la literatura.
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Justamente en estos
días hay en cartelera una película que recrea
este asunto: Orgullo y prejuicio, basada en la
que es reconocida como la obra maestra de la autora romántica
británica, Jane Austen, joven especialmente dotada
para la literatura en una época en que se suponía
que esto no debía ocurrir con las mujeres, y que escribió
este libro (a escondidas) a la sorprendente edad de 21 años.
Pero Austen no busca aventuras escabrosas para relatarlas
(como parecen empeñados en hacer algunos autores de
estos tiempos con complejo de Barfly), sino que
simplemente toma asuntos de su vida ordinaria de clase media
como amor, matrimonio, clase social, búsqueda de fortuna,
todo ello de una manera magistral. Algunos hubieran querido
que la literatura se mantuviera en los sensatos límites
de lo filosófico o lo descomunal, y la autora tuvo
que cargar por un siglo de incomprensión hasta ser
rescatada por Virginia Woolf, quien puso en su sitio la genialidad
de su obra.Y es que Woolf reivindica el derecho de la mujer
a tratar de los temas que a ella le preocupan que no son en
todo sentido los mismos de los varones. Luego de Wolf, las
mujeres se sentirán más cómodas en su
propio papel y recientemente
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aparece una obra
maravillosa y muy poco conocida en nuestro medio como es El
cuaderno dorado de Doris Lessing (hoy nonagenaria y
llena de energía), en donde la sinceridad acerca de
lo cotidiano resulta a veces hasta brutal.
En la misma línea, una obra del siglo XX que vale la
pena descubrir es La conciencia [¿confesión?]
de Zeno, del escritor triestino Italo Svevo (seudónimo
de Ettore Schmitz), quien por consejo de su amigo de madurez
James Joyce se decide a pasar de escritor frustrado y comerciante
exitoso a novelista famoso, por lo que publica su obra cumbre
siendo ya viejo. Zeno es el alter ego del autor
y la obra plasma en un tono de permanente tragicomedia unos
semblantes sicológicos muy definidos y el ambiente
burgués de su tiempo, no muy distinto del nuestro en
verdad.
Pero para llegar a la cumbre de la psicología de la
clase media hay que retroceder algo más, hasta Gustave
Flaubert, quien a diferencia de los autores mencionados trata
de lo burgués con dureza, haciendo de sus admirables
personajes héroes trágicos de sus pequeños
mundos. Se dice que Flaubert acababa exhausto cada obra, por
lo que implicaba confrontarse con su propia realidad de una
manera tan viva.
Y otro genio de lo trivial es Leon Tolstoi, pero con un agravante.
Tolstoi trata de la vida burguesa -aunque de manera marginal-
en su colección de cuentos La muerte de Ivan
Ilich, pero es en sus obras maestras Ana Karenina
y Guerra y Paz, que se ambientan en el mundo de
la alta aristocracia rusa, en donde se ve una intensa penetración
de la vida doméstica de sus personajes, lo que podríamos
llamar muy caprichosamente escenas burguesas de los
aristócratas. Ahora bien, el maestro del manejo
de lo cotidiano es Joyce con Ulises, 18 horas
de la vida de sus protagonistas, lleno de diálogos
interiores donde retrata su ambiente y filosofía.
Y por qué no rematar con García Márquez,
que en la más naturalista de sus obras, El amor
en los tiempos del cólera, eleva hasta las estrellas
con la mayor desenvoltura (como siempre lo hace) los asuntos
más baladíes de la vida diaria matrimonial de
un médico rico y reconocido. Y es que en general, en
la obra garciamarquiana, uno descubre casi con sorpresa que
el relato de dimensiones épicas y carácter fantástico
es simplemente una exaltación de unos ambientes que
en la insípida realidad invitan más a la ofuscación
que a la fascinación.
En conclusión, el arte está llena de seres como
nosotros, con los que nos identificamos, y en estos casos
la obra se vuelve casi un espejo, que en el caso de los autores
más agresivos, nos hace ver muy, muy feos, terriblemente
humanos.
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El elixir de larga vida
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(fragmento)
Honoré de Balzac
"Tal vez al comienzo de una orgía las almas
tienen aún demasiada lucidez. A pesar de la luz de las
velas, las voces de las pasiones, de los vasos de oro y de plata,
el vapor de los vinos, a pesar de la contemplación de
las mujeres más arrebatadoras, quizás había
aún, en el fondo de los corazones, un poco de vergüenza
ante las cosas humanas y divinas, que lucha hasta que la orgía
la ahoga en las últimas ondas de un vino espumoso. Sin
embargo, los corazones estaban ya marchitos, torpes los ojos,
y la embriaguez llegaba, según la expresión de
Rabelais, hasta las sandalias. En aquel momento de silencio
se abrió una puerta, y, como en el festín de Belsasar,
Dios hizo acto de presencia y apareció bajo la forma
de un viejo sirviente de pelo blanco, andar vacilante y de ceño
contraído. Entró con una expresión triste;
con una mirada marchitó las coronas, las copas bermejas,
las torres de fruta, el brillo de la fiesta, el púrpura
de los rostros sorprendidos, y los colores de los cojines arrugados
por el blanco brazo de las mujeres; finalmente, puso un crespón
de luto a toda aquella locura, diciendo con voz cavernosa estas
sombrías palabras:
-Señor: vuestro padre se está muriendo.
Don Juan se levantó haciendo a sus invitados un gesto
que bien podría traducirse por un: "Lo siento, esto
no pasa todos los días".
¿Acaso la muerte de un padre no sorprende a menudo a
los jóvenes en medio de los esplendores de la vida, en
el seno de las locas ideas de una orgía? La muerte es
tan repentina en sus caprichos como una cortesana en sus desdenes;
pero más fiel, pues nunca engañó a nadie.
Cuando don Juan cerró la puerta de la sala y enfiló
una larga galería tan fría como oscura, se esforzó
por adoptar una actitud teatral pues, al pensar en su papel
de hijo, había arrojado su alegría junto con su
servilleta". |
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Razones y osadías
(fragmento) |
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Gustave Flaubert
"Por lo que se refiere a la idea de patria, es decir, una
determinada porción de terreno dibujada en el mapa y
separada de las demás por una línea roja o azul,
¡no! Para mí la patria es el país que quiero,
es decir, el país con el que sueño, aquel en que
me encuentro a gusto (...)
Amo a este pueblo áspero (se refiere a los árabes
nómadas), persistente, vivo, último ejemplo de
las sociedades primitivas y que, al hacer alto a mediodía,
tumbado a la sombra bajo el vientre de sus camellas, se burla,
mientras fuma su chibuquí, de esa valiente civilización
nuestra que tiembla de ira. Soy capaz de entender muy bien lo
que significaba la patria para los griegos, que no tenían
más que su ciudad; para los romanos, que no tenían
más que Roma; para los salvajes a los que acosan en su
selva; para los árabes, perseguidos hasta en el interior
de sus tiendas. Pero nosotros, ¿acaso no nos sentimos
en el fondo tan chinos como ingleses o franceses? |
¿No vuelan hacia el extranjero
todos nuestros sueños? De niños, deseamos vivir
en el país de los loros y de los dátiles confitados;
nos elevamos con Byron o Virgilio; codiciamos el Oriente en
nuestros días de lluvia, o deseamos ir a las Indias a
hacer fortuna, o a América para explotar la caña
de azúcar. La patria es la tierra, es el universo, son
las estrellas, es el aire, es el propio pensamiento, es decir,
lo infinito dentro de nuestro pecho". |
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Ocioso
lector
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Ciencia y literatura |
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En septiembre de
2005, el diario La Tercera de Chile presentó el ensayo
La ciencia de la literatura de César Antonio
Molina, escritor y director del Instituto Cervantes, ponderando
el trabajo de Oliver Sacks, profesor de neurología
clínica en el Albert Einstein College de Nueva York,
que está escribiendo la novela de la ciencia.
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Cuando la ciencia llega hasta el borde mismo
del conocimiento, necesita imaginación más que
otra cosa. 
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Cuenta el autor que
en este tratado inédito se reseñan los trabajos
notables de Coleridge, que asistía a las clases de
química de la Royal
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Institution para
renovar su repertorio de metáforas. Goethe -apasionado
de la geología, la botánica, la fisiología,
por no hablar de la obstinada especulación que
fue la Teoría de los colores- que utilizó
la expresión Las afinidades electivas como
título de una obra suya con una connotación
erótica, pero ésta es, en realidad, un préstamo
científico.
Keats, de entre los románticos ingleses, fue quién
más aunó sus conocimientos médicos con
lo poético. Y ya más contemporáneamente
T.S. Eliot en Tradición y talento individual
emplea metáforas químicas para explicar el pensamiento
del poeta. Otro inglés, G. H. Hardy, especialista en
teoría de los números, pone en boca de su amigo
el genetista Steve Jones esta otra frase: ¿Qué
sería de la ciencia sin metáforas?
Durante el siglo XX, autores como Queneau, Primo Levy, Stanislaw
Lem o Thomas Pynchon continuaron la tradición de otros
siglos de la tematización literaria de asuntos científicos.
De entre los personajes Molina destaca a Humphry Davy, conocido
de Coleridge y escritor de poemas que a veces publicaba, descubrió
el sodio y el potasio. El científico llevaba siempre
consigo un cuaderno de notas en donde iba reflejando detalles
de sus experimentos químicos, poemas y reflexiones
filosóficas. En París conoció a Ampére
y a Gay-Lussac que le habló del cloro de las algas.
En Italia analizó muestras de antiguas pinturas y,
subido a la boca del Vesubio, llegó a la conclusión
de que el gas del volcán era el mismo metano que el
de los pantanos. Mary Shelley, autora de Frankenstein,
siguió con admiración las conferencias de Davy
y en su popular obra hay muchas referencias a las ideas del
maestro encarnado en el profesor Waldman.
Otras interesantes aventuras de ciencia y literatura son relatadas
por el autor. Y aún se pasan por alto en esta reseña
los trabajos de Jorge Luis Borges, quien además de
su inverosímil acerbo intelectual dictaba conferencias
sobre matemáticas eleáticas, o Lewis Caroll,
autor de Alicia en el país de las maravillas,
que también era un ponderado lógico matemático.
Hasta el más importante escritor sueco contemporáneo
August Strindberg, que a la vez publicaba sus independientes
investigaciones científicas en revistas de química,
decía hace más de un siglo: La literatura
no sirve de nada. La ciencia lo es todo.
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