Desde el segundo semestre de 2003, el país en general
y el sector salud en particular reclaman una reforma al
sistema de salud que mejorara el servicio y pusiera orden
en el pago a clínicas y hospitales por las EPS. Y
en su ánimo de atender a ese reclamo, tras las intentonas
de reforma con las leyes 1122 y 1438, que no resolvieron
los ya agrandados problemas del sistema, el actual gobierno
prometió un profundo revolcón.
Fue así como el Ministerio y el gobierno emprendieron
otra cadena de desaciertos, con el proyecto para la redefinición
del sistema de salud en una ley ordinaria y la aprobada
Ley Estatutaria.
Hoy puede apreciarse que pocas veces habían estado
tan alejados los entes oficiales del interés nacional
y ciudadano, y tan cooptados por intereses particulares
no siempre legítimos. La Ley 1438 y otras normas,
y el discurso oficial de los últimos meses, predican
por doquier la garantía del acceso a los servicios
de salud, oportunidad, calidad, equidad, integralidad en
vez de fragmentación, universalidad, descentralización,
etc. Y al fin, todas esas palabras escritas con mayúscula
quedan como términos vacíos, como promesas
de campaña. El Ministerio de Salud oye -más
no escucha- a todos los actores que tienen algo qué
decir sobre la reforma y acumula en el proyecto de ley 210
varias iniciativas.
La frustración cunde de nuevo, cuando los partidarios
del verdadero cambio se percatan de que fueron ignorados
los anhelos del pueblo por enésima vez. Nada sustancial
de los proyectos alternativos se incorporó al proyecto
acumulado, prevaleció la posición del gobierno
manipulada por aseguradores privados y acolitada por la
mayoría parlamentaria irresponsable y a veces corrupta,
infiltrada por políticos que litigan en causa propia.
Resultado: el aseguramiento sigue en manos de las EPS, camufladas
como Gestores de Servicios, pero con prebendas
injustificables que violentan el orden constitucional y
legal.
Además, no puede ajustarse al bloque de constitucionalidad
la función de definir, organizar y coordinar la red
hospitalaria pública y privada de prestación
de servicios que se entrega a los Gestores,
cuando la Carta Magna asigna clara y taxativamente esas
facultades a los entes territoriales. Y si al tiempo se
autoriza a esos Gestores practicar la integración
vertical en el primer nivel, no sólo se les tolera
el ejercicio de posición dominante que mantienen;
se consagra además uno de los peores exabruptos jurídicos:
la consideración de recursos sagradamente públicos
como capital privado que se destina al arbitrio para fines
ajenos a la misión del sistema. Con un peligro adicional:
estos procederes ya no estarían sujetos a inspección,
vigilancia y control del Estado, al otorgar a los Gestores
funciones de auditoría de cuentas, indelegables en
particulares.
Ni hablar de la fragmentación que subsistirá
en el esquema de atención, favorable siempre a la
red de integración vertical, única que operará
exitosamente. Y esperemos que el gobierno cumpla con la
norma de exigir a las EPS su paz y salvo para emprender
nuevas responsabilidades. Pero es por lo menos dudoso tal
anuncio, cuando la ley les facilita la dilución de
sus fabulosas obligaciones con hospitales, más de
$5 billones, al permitir el peligroso cambio de razón
social. La contralora, Sandra Morelli, puso el dedo en la
llaga, y en vez de concitar todo el apoyo gubernamental,
se le fue encima la animadversión del fiscal general
y la indiferencia de Supersalud. ¡Qué bien
le harían al país esos entes si se alinearan
frente a una causa nacional tan justa como es la salud!
Por esto y muchos aspectos más, hoy el país
clama al gobierno por una verdadera reforma estructural
al sistema de salud, que resuelva los problemas que el pálido
proyecto de ley 210 no solucionaría. Así las
cosas, reforma sí, pero no la propuesta. Sí,
pero no.
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