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La fragilidad de los muertos

Por: Damián Rúa Valencia. Magister en Literatura Francesa comparada Universidad de Estrasburgo – Francia

Quería comenzar este artículo diciendo que una nueva publicación de un manuscrito de Marcel Proust reabría la polémica entre si dar a conocer o no, tras su muerte, los escritos que un autor desechó en vida. Fue mi primer impulso, pero luego de una búsqueda en internet me di cuenta de que, al parecer, no había ninguna polémica.

En realidad, la publicación de “Los setenta y cinco folios y otros manuscritos inéditos”, prevista por la editorial Gallimard para el 18 de marzo de este año, no hace sino seguir el desarrollo lógico de más de medio siglo de descubrimientos y revelaciones, que es como se les llama eufemísticamente a las indiscreciones de los investigadores que remueven cielo y tierra para hallar, a la manera de hagiógrafos, las claves de la genialidad de un artista.

En esta ocasión, a 150 años del nacimiento del autor, la editorial asegura haberlas encontrado. Estos fragmentos, dice, “no sólo nos entregan la versión mas antigua de En busca del tiempo perdido. Por medio de las claves de lectura que el autor parece haber olvidado ahí, se tiene acceso a la cripta proustiana primitiva”.

Es decir que por todos los descuidos que pudo tener Proust al redactar sus cuadernos antes de darle una forma acabada a su obra, por esas grietas por las que se descubren menciones a personas reales y dudas en cuanto al desarrollo de la trama, y no por la obra en sí, se entiende su propuesta estética. En otro lugar se dice también que se trata de la pieza faltante del “rompecabezas”. ¿Pero de qué tipo de rompecabezas se trata?

Un nuevo Marcel

Luego de la prematura muerte de Proust en 1922, un joven profesor de liceo que planeaba comenzar una tesis sobre él se atrevió a llamar por teléfono a André Maurois. El gran biógrafo francés había citado hacía poco unos misteriosos cuadernos del autor de En busca del tiempo perdido hasta entonces desconocidos. Él lo puso en contacto con Susy Mante-Proust, sobrina de Marcel, que había heredado unos papeles amontonados en el desván de una casa de la rue Dehodencq, en París. Entre facturas, hojas rasgadas y cuentas, encontraron unas libretas y más de mil páginas dispersas en las que aparecían esbozos de cuentos, proyectos, personajes abandonados a su suerte, notas de lecturas, en suma, todo el material bruto del novelista.

Ese jovencito saltó a la fama poco tiempo después cuando, luego de organizar y reunir el material de que disponía, dio a conocer dos “obras”, o proyectos de obras, de Proust: Jean Santeuil y Contra Sainte-Beuve. El primero es una novela autobiográfica narrada en tercera persona, a diferencia del característico “yo” que se pasea a lo largo de En busca del tiempo perdido. El segundo es un compendio irregular que reúne narración, recuerdos y ensayos sobre sus contemporáneos: Balzac, Flaubert, Baudelaire y Sainte-Beuve. Ambos, escritos secretamente entre la publicación de Los placeres y los días, por el que casi se mata a balazos con un crítico, y el comienzo de la redacción de su gran novela.

Hay que señalar la palabra “secretamente”, porque, aunque trabajó durante varios años para darles forma, solamente lo comentó con su círculo de amigos más cercano. Hecho que también se descubrió, luego, cuando salió a la luz su correspondencia privada.

El joven académico se llamaba Bernard de Fallois y fue uno de los editores más importantes en Francia. A él se le deben, además, las ediciones de bolsillo que acercaron la obra de Proust al gran público y, por lo menos, una docena de prólogos.

En una entrevista concedida poco antes de su muerte, explica sus motivaciones a Nathalie Mauriac-Dyer, bisnieta del hermano del novelista: “Quería saber quién era el verdadero Proust”. Y creyó haberlo encontrado porque esos papeles mostraban que no había división en su vida, que no era un muchacho mundano y disoluto que se había encerrado de repente para escribir, sino un artista que había trabajado, a veces con desgana, a veces con entusiasmo, a lo largo de toda la vida.

El método de Sainte-Beuve

El hallazgo ponía al descubierto, también, la inutilidad de la investigación biográfica para entender la obra, porque si la imagen del novelista se vio ligeramente cambiada, la de su novela permaneció intacta.

Lo que creó fue una horda de seguidores que se veían quizá reflejados en los fracasos iniciales del escritor, así como todos nos sentimos un poco aliviados con la idea de que el genio de Einstein no lo fuera tanto en matemáticas.

El mismo Fallois lo reconoce al final de su vida: “Eso mismo hizo que los fieles llegaran en masa. Se apasionaron por su vida, quisieron conocer los detalles (…) Proust y su tiempo se volvían el objeto de un culto, un culto que él habría sido el primero en juzgar sacrílego”. Sobresale el vocabulario religioso al que, ahora, más de medio siglo después, Gallimard viene a agregar “Los setenta y cinco…”, “santo Grial proustiano”.

Sainte-Beuve fue el crítico francés más respetado del siglo XIX. Su método, muy parecido al de los investigadores de hoy, consistía en interrogar a las familias y a los amigos, en remover archivos, cartas, borradores, para responder a preguntas como “¿qué piensa el autor sobre la política?”, “¿era rico? ¿pobre?”, “¿qué vida llevaba?” antes de poder dar un juicio de valor sobre la obra. Resultado: no pudo descubrir a ninguno de los grandes talentos de su siglo. Todos los grandes escritores (Balzac, Stendhal, Flaubert) pasaron por su lado sin ni siquiera conmoverlo.

¿Todo ese esfuerzo para qué? Quizá no haya respuesta definitiva. Para Kundera, es la puerta que permite hacerle “un proceso” fácil a un autor, cuyas obras no son más que las pruebas de la acusación. O, en el caso de Proust, las pruebas de su casi santidad.

Pero otra frase del mismo prólogo de Contra Sainte Beuve escrito por de Fallois puede dar otro indicio: “La historia de una novela es ya una novela”. Entiéndase, “anécdota” que, por mas interesante que sea, no pasa de ser chisme, sin objetivo estético, como es el caso de una obra de arte.

Lo que pasa es que la vía abierta por de Fallois dio paso al “marcelismo”, la investigación de la vida de Proust antes de su gran novela, vía por la que se han despeñado incluso grandes espíritus como el de Roland Barthes, tratando de maquillar la esterilidad artística con divagaciones bien sofisticadas. Construyendo y deconstruyendo la vida del autor, como quien arma y desarma un mueble, para dar con sus motivaciones secretas.

No deja de ser irónico, sin embargo, que entre las notas que componen el Contra Saint-Beuve, Bernard de Fallois hallase precisamente una crítica feroz de la ceguera del método del eminente crítico que podría servir de advertencia para todo investigador impertinente.

“Un libro es el producto -dice Proust- de otro yo diferente del que se manifiesta en nuestros hábitos, en la sociedad, en nuestros vicios”.

La casa desmantelada

Si no hay polémica, esta vez, es porque lo que Kundera llama la moral del archivo (contraria a la moral de lo esencial defendida por el mismo Proust) ha invadido el espíritu de todos nosotros. Hay que guardar todo y hacerlo público: cuadernos, notas, dibujos de infancia, etc. Todo sirve, aunque el mismo autor hubiera deseado destruirlo.

“Los setenta y cinco folios y otros manuscritos inéditos” vienen directamente de ese viejo archivo descubierto por de Fallois en los años cincuenta y del que han ido saliendo, desde la muerte de este último en 2018, los relatos que Proust había desechado cuando publicó Los placeres y los días. (Recordemos, aunque sea de paso, que el escritor se negó también a reimprimir ese primer libro de juventud).

Aunque también caigo en la felicidad ilusoria de creer que un muerto, uno que yo admiro, sigue publicando después de la muerte, no puedo evitar pensar en la Mama grande de García Márquez. Amada, admirada e incluso temida en vida, pero indefensa en su hora postrera ante sus descendientes que se disputan las posesiones casi a mordiscos.

Con varias exposiciones en las que, de seguro, aparecerán toda clase de documentos como éstos, se piensa homenajear este año y el próximo el natalicio del escritor. ¿Para honrar su memoria no sería más bonito comenzar por respetar su voluntad?

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