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La última morada

Por: Damián Rúa Valencia. Magister en Literatura Francesa comparada Universidad de Estrasburgo – Francia
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Con motivo de la conmemoración de los quinientos años de la muerte de Leonardo Da Vinci, la Biblioteca Nacional de Francia presentó el año pasado un libro en cuya portada figura un dibujo particular. En él se ve a un anciano agonizando en los brazos de un joven elegante y magnánimo, acompañado de otras gentes, entre ellos un médico, una sirvienta y dos niños. Todos parecen consternados por la muerte inminente del viejo sabio, salvo el joven que, pese a su corta edad, tiene la madurez suficiente para brindarle el sosiego y el consuelo necesarios para atravesar la última puerta.

El dibujo es, en realidad, un lienzo famoso pintado por François-Guillaume Ménageot en el siglo XVIII. El personaje que aparece representado bajo la apariencia juvenil es Francisco I, rey de Francia de la dinastía de los Capetos, conocido como el Restaurador de las letras, y el anciano venerable no es otro que el autor de la Mona Lisa. ¿Pero qué hacía el genial pintor e ingeniero florentino en las manos de un monarca francés? ¿Por qué el representante máximo del Renacimiento dejaría su refinada Florencia para instalarse en un país de costumbres aún medievales? me pregunté yo en mi ignorancia.

Buscando un poco en internet encontré que el aniversario se celebraba en Francia con una exposición dedicada al genial autor renacentista. Para ello, el museo del Louvre había pedido prestadas al gobierno italiano varias obras desde el 2017 pero, debido a una polémica avivada recientemente por unos nacionalistas del país peninsular, los preparativos se habían visto retardados y se había temido incluso una negativa rotunda. Esas gentes declaraban lo que yo en mi desconocimiento pensaba también: ¿por qué un homenaje en Francia y no en Italia?

Por eso me di a la tarea de buscar qué tenía que ver Da Vinci con el país hexagonal y por qué éste elegía justamente una obra como la de Ménageot para rendirle homenaje.

Una vida peregrina

La vida de Da Vinci, que ahora nos parece genial, está llena de escollos y de situaciones poco venturosas, cuando no turbias, que a pocos de nosotros nos gustaría sufrir. Hijo ilegítimo de un notario de provincia, el joven Leonardo se vio privado no sólo del apellido paterno, sino también, más tarde, de cualquier derecho a heredar. Años después incluso se verá envuelto en un juicio contra sus hermanastros por haber recibido una herencia de un tío. Por otro lado, la intransigencia de su arte y su costumbre de complejizar todo lo que tocaba, lo llevaron a dejar inconclusos gran número de proyectos y a tener que responder ante la justicia por los anticipos que recibía y nunca se dignaba a devolver. Además, fue acusado junto con otros tres artistas de sodomía sobre un mozo de dieciséis años que, según un soplón anónimo, no sólo les servía de modelo. Aunque la homosexualidad era ampliamente practicada en la Florencia de la época, los implicados se exponían a la pena de emasculación o amputación de una mano o de un pie. En sus cuadernos, se encuentran los planos de un mecanismo destinado a romper las paredes de las celdas en el caso de ser detenido. Para fortuna suya, nunca debió construir el aparato pues al final, los tres acusados fueron absueltos. Sin embargo, el incidente es probablemente una de las razones por las que Da Vinci fue apartado del proyecto de decoración de la Capilla Sixtina, al que fueron convocados Sandro Botticelli y El Perugino, condiscípulos suyos en el taller de Verrocchio.

A partir de esa momento, comenzó para él un destino errante que lo llevó a Mantua, a la Romaña, otra vez a Florencia, a Milán, a Roma, a Francia, y aprender a sacar partido de sus múltiples talentos para ofrecer sus servicios al mejor postor. Uno de sus biógrafos apunta que toda la vida del artista florentino está marcada por la búsqueda de un protector que lo aceptara de manera incondicional, que no le exigiera mucho y le brindara el mayor confort para librarse a sus experimentos que abarcaban campos tan disímiles como la ingeniería civil, la hidráulica, la anatomía, la fabricación de pigmentos, la astronomía, y un largo etcétera que ya todos conocemos. Da Vinci aprendió a moverse en ese mundo de intrigas, sin involucrarse mucho para poder apartarse en el momento requerido y encontrar otro patrocinador. Cuando las circunstancias se hacían adversas, empacaba sus cosas y desaparecía sin remordimientos. En su impulso creativo, estuvo al servicio de las más importantes casas reales, a veces enemigas entre sí. Frecuentó a Lorenzo de Médici en Florencia, a Ludovico Sforza en Milán, a Carlos II de Amboise después de la derrota y el destierro de los Sforza, a Juliano II de Médici, hermano del papa León X, cuando los Sforza volvieron a tomar Milán. Trabajó incluso para César Borgia y es muy probable que coincidiera con Nicolás Maquiavelo. En Roma, estuvo también al servicio del papa antes de tomar rumbo al norte.

Un mecenas ideal

En 1515, Da Vinci acompaña al papa León X a Boloña donde ambos se encuentran con Francisco I que tiene apenas veintiún años y acaba de suceder en el trono de Francia a su primo segundo, aunque lo llamaba tío, Luís XII. El joven monarca se declara inmediatamente admirador del pintor toscano al que considera no tanto un artista como un gran filósofo versado en todos los secretos del mundo.

Francisco I es alto, atlético y culto. A diferencia de sus predecesores franceses, colecciona pinturas y esculturas, defiende las letras y la cultura. Aprende de pequeño el italiano, el latín, el español y el hebreo, comparte los ideales intelectuales del Renacimiento y ambiciona introducirlos dentro de su reino. Se cree que ya en esa primera entrevista intenta convencer a Da Vinci de ir a vivir en sus tierras en el centro de Francia.

Un elemento inesperado influirá en su decisión. Ese mismo año muere Juliano II de Médici por lo que Da Vinci queda sin protección en un ambiente cada vez más hostil. En sus cuadernos aparece una inscripción amarga que data de esa fecha: “Los Médici me crearon, los Médici me destruyeron”. Debido a eso, comienza a planear un nuevo viaje que será, esta vez, el último.

Itinerario

Según los expertos, el viaje duró alrededor de dos meses. Leonardo Da Vinci debió llegar a Francia entre el 25 de octubre y el 17 de diciembre de 1516. Lo acompañaban dos de sus discípulos, Salai, que tenía por entonces treintaiséis años y su nuevo pupilo Melzi, que se encontraba en la veintena. Hicieron una escala en Milán donde el primero de ellos decidió quedarse para encargarse del viñedo del maestro y se les unió un nuevo servidor, Battista de Villanis. Todos iban a lomo de mula y llevaban consigo muebles, ropa y tres cuadros que Da Vinci retocaba de cuando en cuando: La Gioconda, San Juan Bautista, Santa Ana con la Virgen y el Niño.

De su bella figura atlética y enérgica ya no quedaba ni sombra. Tenía sesentaisiete años al momento de partir, pero parecía mucho más viejo. Un famoso autorretrato de la época cuya validez ha sido discutida porque representa a un hombre de una edad más avanzada que la que alguna vez alcanzó el autor, podría mostrarnos a qué punto se hallaba enfermo y cansado. Su secretario Villanis cuenta además que su maestro tenía la mano derecha paralizada, quizá debido a un ataque de apoplejía, y que ya no era capaz de llevar a cabo ninguna obra de valor.

Sin embargo, no es para pintar que estaba en Francia. El rey francés tenía otros planes para él.

La calma

Francisco I nombra a Da Vinci “primer pintor, ingeniero y arquitecto del rey”, y le asigna el castillo de Clos-Lucé que cuenta con una primera planta espaciosa para trabajar en sus cuadros, amplias mesas para organizar los cuadernos en los que ha trabajo durante toda su vida, un segundo piso para las recámaras y una hermosa vista sobre el jardín. Además, le otorga una remuneración anual de 1.000 escudos para él y otras de menor cuantía para sus servidores, y pone a su disposición carruajes y caballos. Es lo que Leonardo ha anhelado toda su vida. Y, mejor aún, no tiene ninguna obligación con su nuevo mecenas. No tiene que cumplir con la entrega de obras. Francisco I se conforma con su presencia y con sus largas pláticas cotidianas. Además de querer darle prestigio a su reino, el rey francés sabe que es la única persona capaz de instruirlo en áreas tan diferentes como, la astronomía, la óptica y la pintura. Él puede explicarle cómo funciona el ojo, cómo corre la sangre por las venas, por qué bostezamos, además de concluir pequeños proyectos para la región. Entre ellos se encuentran la organización de fiestas, que son verdaderas obras de teatro, la construcción de un palacio en Romorantin del que sólo se terminaron los cimientos, y la elaboración, sin ninguna presión, de algunos óleos, en los que Da Vinci podía trabajar cuando le venía la gana.

En su nueva morada, Leonardo puede entregarse por fin a sus cavilaciones filosóficas, a sus reflexiones matemáticas, a su obsesión por el agua y las corrientes, y, sobre todo, a descansar de su vida peregrina.

Sin embargo, bajo la superficie calma del ritmo de sus jornadas en el castillo Clos-Lucé se agita un nuevo desasosiego: la certidumbre de una muerte próxima. Las páginas de sus cuadernos de la época comienzan a llenarse de dibujos y reflexiones inquietantes, desprovistas de cualquier tinte religioso. Entre ellos se hayan dieciséis dibujos del diluvio universal. En ellos, no hay ninguna arca de Noé, sólo torbellinos que, en su esfuerzo circular, se llevan por delante varios cuadrados y cualquier posibilidad de orden, como si el genial ingeniero, domador de la naturaleza, se dijera al final de su vida que no hay ninguna posibilidad de controlar las leyes naturales. Como si, al contrario de la visión que subyace al Hombre de Vitrubio que pone al ser humano en el centro y en comunión con el universo, Da Vinci volviera a hacer de él un simple elemento en medio del Todo, sumido a sus leyes inquebrantables.

Es por eso que Giorgio Vasari, artista y biógrafo del siglo XVI, escribe años después que, sabiendo próxima su hora, Da Vinci habría llamado al rey Francisco I a su recámara. Éste, leyendo en los ojos del sabio el arrepentimiento por su vida poco devota, lo reconfortará en el instante supremo.

Eso cuenta Vasari, pero la realidad quizá sea otra: hay documentos que prueban que el rey se hallaba el día anterior a más de dos jornadas de camino y que por tanto era imposible que se hallara al lado de Leonardo. Otra fuente apunta incluso que Francisco I habría estallado en llantos al enterarse de la muerte del autor de la Gioconda.

Sin embargo, Ménageot decidió seguir el relato de Vasari y representar a Da Vinci en los brazos del monarca. De la misma manera, aunque de manera crítica, el gobierno francés tomo la decisión el año pasado de resaltar este momento del genio italiano. Cabe entonces preguntarnos hoy en día quién reconforta a quién. ¿El representante del poder al artista descarriado que se ha salido de la vía transitada o el genio casi desnudo que, desde lo alto de sus años, dedica una última mirada compasiva no sólo al hombre poderoso sino también a todos los que se hayan a su lado, hombres, mujeres y niños, vestidos con un esmero vano?


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