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En
esta edición... |
Thierry
de Martel y André Maurois
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Hay cosas que nuestras
manos comprenden antes que nuestro cerebro
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El escritor francés
André Maurois (1885-1967), escribió una interesante
semblanza del pionero de la cirugía, Thierry de Martel
(1875-1940). Por la historia, por su personaje y, claro está,
por su narrador, compartimos con los lectores de El Pulso
apartes de lo que, más que un texto, es una auténtica
lección.

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"Los grandes hombres trascienden de su profesión,
de su oficio o de su arte. Lo que han sido es superior a lo
que han hecho. Los cirujanos del mundo entero recuerdan a
Thierry de Martel como a un maestro. Utilizan los instrumentos
que él inventó y siguen los caminos que él
trazó. Los que fuimos sus amigos sabemos que la nobleza
de su carácter le ayudó a perfeccionar la conciencia
del cirujano. Por su vida, por su muerte trágicamente
sentenciada, por el valor simbólico de su último
gesto, Martel pertenece a la historia de la medicina y a la
misma historia.
A pesar de que firmaba "Doctor" Thierry de Martel,
había nacido conde de Martel de Janville y descendía,
por parte de su madre -la novelista Gyp- del célebre
marqués de Mirabeau, el economista de siglo XVIII,
conocido por el sobrenombre de L'ami des hommes. Todos estos
Mirabeau habían sido hombres singularmente enérgicos,
independientes y audaces, o como ellos mismos decían,
'de una pieza y sin junturas'.
La familia quería hacer de Thierry un diplomático,
pero él mostraba una gran afición por las ciencias
exactas. En secreto se preparó para la escuela central;
después -tras una lectura de L'introduction à
la médicine expérimentale, de Claude Bernard-
tomó la decisión irrevocable: sería médico.
A una vida espiritual intensa y audaz, unía la vida
física del deportista. Internacional de rugby, excelente
esgrimista, perfecto tirador de pistola, fue también
un ciclista que inquietaba a los profesionales y un boxeador
que desafiaba a los campeones.
Desde el internado en los hospitales, bajo la dirección
del doctor Segond, amigo de su madre, había proyectado
su vocación hacia la cirugía. Pensaba que el
cirujano debe ser un atleta. "El oficio de cirujano -decía-
es un oficio manual. El cirujano es el primero de los artesanos;
éste es el más hermoso cumplido que pudiera
dedicársele. Tiene las cualidades de aquellos y, en
primer lugar, buen gusto para su trabajo; es puntual y ordenado;
cada una de sus operaciones está hecha con una inquietud
de perfección que el tiempo no atenúa..."
En particular, Martel recomendaba 'tener mucho cuidado con
las cicatrices'. El respetaba al cuerpo humano: 'El cirujano
debe conocer perfectamente al hombre y a la mujer en estado
normal, es decir, debe haber paseado sus manos, sus ojos y
sus oídos por una cantidad de cuerpos normales, tan
minuciosamente que, si está verdaderamente dotado,
por la menor caverna, por la más pequeña resistencia,
por el más leve reflejo muscular, un contacto insólito,
un crujido inexplicable chocarían en su sensibilidad
como una nota falsa choca contra el oído del músico,
como un ruido anormal sorprende al mecánico experto'.
'En contra de lo que se cree decía, además -no
es nuestro espíritu el que moviliza nuestros dedos,
sino que son nuestros dedos, sus movimientos automáticos,
casi inconscientes- los que comunican impulso a nuestro espíritu.
Hay muchas cosas que nuestras manos comprenden antes que nuestro
cerebro y aquellos que manipulan reflexionando, encuentran
más que los que reflexionan sin manipular'.
Un día, en una de sus clínicas, se encontró
con dos albañiles ociosos que hacían huelga
de brazos caídos. -Ya que ustedes no trabajan-, les
dijo, -vengan a verme operar-
Uno de ellos se evaporó;
el otro se quedó y al salir, exclamó:
-¡Bah, un trabajo igual a otro cualquiera!
Martel se sintió encantado:
-Comprenden ustedes perfectamente -respondió- que yo
soy un obrero como ustedes.
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Los grandes hombres trascienden
de su profesión. Lo que han sido es superior a lo que
han hecho.
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Tenía unas reglas de vida que se
había impuesto y que nunca ponía en tela de
juicio. La primera era no seguir la carrera oficial de los
concursos, títulos y honores. 'Esos ejercicios oratorios
-explicaba- alejan al hombre del silencio propicio a la
acción conjugada de las manos y el cerebro para sustituirlo
por el ruido de una verborrea que entorpece todo verdadero
pensamiento'.
Segunda regla: no desviarse jamás del camino elegido.
Una vez escogido el camino no oficial había que insistir
en él, sin volverse atrás ni arrepentirse:
'Ser alguien antes de ser cualquier cosa'. 'No descorazonarse
nunca y, si le hacen una mala pasada, responder con fuerza.'
Lo sorprendente es que esta actitud no conformista le había
deparado, aún joven, éxitos en su carrera.
Segond, nombrado profesor de clínica quirúrgica
en la facultad, había trasladado su práctica
a la Salpêtrière y había pedido a Martel
que fuera su jefe de clínica. Allí, el joven
cirujano se encontró entre neurólogos, estudió
sobre cadáveres los tumores cerebrales, tuvo la idea
de intentar la ablación y se apasionó por
la neurocirugía, entonces en pañales. Fue
así como inventó su maravilloso trépano
de desembrague automático, que iba a simplificar
y a renovar la cirugía de cerebro.

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En 1914, a los 38 años, Thierry de Martel era una
de las jóvenes glorias de la cirugía francesa.
Ocupado solamente de su arte, buscaba durante todo el día
y también por la noche, en sus insomnios, el modo de
reducir el número de movimientos necesarios para una
operación definida. Hacía repasar a sus ayudantes,
ya sobre los cadáveres, ya sobre modelos plásticos.
Se puede decir que toda su vida no era más que un perpetuo
ejercicio. Levantado desde el alba, se contentaba con una
taza de café y se aguantaba hasta la tarde. La cena
era su única comida. 'El estómago vacío
mantiene el cerebro claro y la mano ágil', me dijo
un día.
Cuando vino la guerra de 1914, hubiera podido operar en la
retaguardia, en los hospitales, y ello hubiera sido perfectamente
honorable, pero solicitó ir como médico ayudante
en un regimiento de infantería. Durante la batalla
del Aisne, su batallón se replegó. El médico
no debía combatir, pero la sangre de Mirabeau habló.
Martel arrancó su brazal, tiró su quepis, alineó
a los sobrevivientes, contraatacó, fue herido, pero
recuperó la posición. 'Debería imponerle
un arresto, y le condecoro', le dijo el general Nivelle.
De 1919 a 1939, fue el paladín de la cirugía.
Más de uno de sus operados -al verle aparecer todo
vestido de blanco, con su yelmo de extraña visera luminosa
y sus guantes de gasa- creyó ver un caballero que iba
a disputarle con la muerte. Y, en efecto, era al estilo de
un caballero como él vivía. Regiamente pagado
por sus clientes ricos, no guardaba para él casi nada
de aquellas cuantiosas ofrendas; las repartía entre
sus colaboradores o -las más de las veces- las gastaba
en sus clínicas gratuitas: Vercingétorix, La
Glacière. Los pacientes que no podían pagar
eran tratados como los millonarios americanos y los rajás
de Asia.
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"Seguir la carrera oficial de los concursos, títulos
y honores aleja al hombre del silencio para sustituirlo
por el ruido de una verborrea que entorpece todo verdadero
pensamiento
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La moral
quirúrgica es sencilla, nos ordena ir, ante todo, al
más enfermo, al más desgraciado
Una operación
es tan exacta, está tan bien regulada, que se hace siempre
de la misma manera, sea cual sea el enfermo'. A Martel le gustaba
relatar, sobre la probidad quirúrgica, esta anécdota:
Un día en que el doctor Jalaguier acababa de operar a
un niño de apendicitis, dijo a sus internos: 'Os doy
las gracias, hijos míos por la ayuda que me habéis
prestado esta mañana; acabamos de operar a mi hijo'.
Como aquellos se sorprendieran de que su jefe no les hubiera
prevenido, Jalaguier respondió: 'Quería sobre
todo que nada se cambiara de las reglas que seguimos de ordinario.
¿Acaso no son las mejores?'
El deber del cirujano superaba, en el corazón de Martel,
al resentimiento, aún el más legítimo.
Un día, un diario chantajista publicó sobre él
bajas calumnias. Fue a la oficina del periódico, vio
al secretario de redacción y le preguntó el nombre
de su difamador.
- Caballero, -contestó el otro- no damos jamás
el nombre de los autores de nuestros ecos.
- Muy bien, -respondió Martel-. Quería, sencillamente
romperle la cara; a falta de la suya voy a boxear con usted.
Inmediatamente le dio la dirección. Martel fue allí
y vio con sorpresa, que el que abría la puerta era el
antiguo preceptor de su infancia.
-¡Ah, señor de Martel! -exclamó aquel miserable-,
¡es el cielo quien le envía! Mi pobre mujer tiene
un ántrax grave y yo no cuento con medios para hacerle
operar
Martel abrió el puño ya cerrado para descargar
un golpe, condujo a la mujer a la clínica y la operó
gratis.
El cirujano no puede cuidar a la vez a su enfermo y a su reputación,
decía Babinski. Thierry de Martel se había endosado
este aforismo. Y se negaba a operar si juzgaba que la operación
sería inútil; operaba aunque fuese un caso desesperado
si creía que quedaba una probabilidad. Unos hubieran
pensado en su reputación; otros, aún, se hubieran
'defendido' con una opinión médica; Martel quería
pensar con absoluta independencia y no consentía ser
un instrumento. Tomaba y aceptaba sus responsabilidades.
Este hombre, en el que la caridad parecía evangélica
y la sensibilidad casi femenina, podía llegar a ser cruel
cuando despreciaba. En política, no admitía que
los ministros, responsables del porvenir de su país,
no tuvieran los mismos escrúpulos que él. Hubiera
querido que todo político fuera un asceta, como él
era, un "devoto" -en el sentido estricto de la palabra-
a su oficio. No era hombre de partido ¿Cristiano? Sí,
pero de corazón y de costumbres, no de dogmas. Amaba
a su país, a su arte, a su mujer y a algunos amigos.
De los bienes de este mundo estaba completamente desligado.
Conservó hasta su último momento el candor de
la infancia. Su amabilidad, su buen humor, su equilibrio físico
y moral tranquilizaba a los enfermos. Solamente sus ojos, tiernos
y alegres, tenían un resplandor de acero cuando el honor
o la profesión estaban en juego. |
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Una vez escogido el camino "no
oficial" había que insistir en él,
sin volverse atrás ni arrepentirse.
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El
vigor de su voluntad se parecía al de sus manos;
era ilimitado y él se ejercitaba en no hacer jamás
uso de ella cuando no fuera necesario. "Hay que ser
como una espada, flexible y de buen temple". Una
palabra le bastaba para hacerse obedecer. Su equipo de
asistentes y de enfermeras le quería y le veneraba.
Allí había formado a Denet, a Guillaume,
discípulos dignos de él. En el extranjero,
cirujanos como Cushing y Horsley le tenían por
un precursor.
He dicho que vivía con estoicismo. Su muerte se
parece a la de los grandes filósofos estoicos.
Como todo cirujano estaba familiarizado con la muerte
y no la temía. Pensaba que, en ciertas circunstancias,
debe ser voluntaria y, desde hacía tiempo, había
reflexionado sobre el suicidio con la fantasía
y con el método que aportaba a todo proyecto.
Sería posible -me dijo en cierta ocasión-
una muerte que tuviera cierta grandiosidad nada más
que tendiéndose, con la marea baja, a la orilla
del océano y luego tragarse un tubo de gardenal
para dejar que las olas lo sepultaran a uno en pleno sueño
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Sólo lo irremediable justificaba a sus ojos esta negativa
de existir y, durante los primeros meses de la segunda guerra,
no creyó a Francia en peligro mayor que en 1914. Trabajaba
en el hospital americano de Neuilly, operando a los heridos,
de la mañana a la noche. Sin embargo, le vi una noche
en mi casa, trastornado por una conversación entre
Mandel y Dautry que revelaba la increíble debilidad
de nuestras defensas. Cuando regresé a París,
a fines de mayo de 1940, después de haber sufrido la
horrorosa retirada de Bélgica, escuchó mi relato
-que era triste, aunque no desesperado- con angustia.
Desde aquel momento se procuró la jeringa que consideraba
necesaria para evitar -en caso de desastre- toda impresión,
y enfocó la técnica de aquella suprema operación.
En cuanto se enteró que París no sería
defendida, escribió una carta llena de ternura a su
mujer que terminaba así: 'Ocurra lo que ocurra, no
abandonaré París'. Solo en su casa, en la última
noche, jugó con sus perros y con su gata. 'Thierrette
me mira, no sabe que ya no hay más leche'. Sin duda
leyó los versos de Hugo, pues se encontró cerca
de él un ejemplar de Hernani en donde había
marcado el verso: Puisqu'il faut être grand pour mourir,
je me lève.
Después preparó sus últimas instrucciones,
dirigidas a su secretaria: 'Sería feliz si me enterrase
en la iglesia. Deseo estar en Neuilly, cerca de mi madre.
Lléveme a mi casa y diga que he muerto repentinamente
o, en último caso, haga lo que desee. No quiero que
me toquen; no intenten reanimarme; eso sería, además,
inútil. Preparo mejor lo que hago que nuestros políticos.
No me lloréis; yo os hubiera hecho fusilar a todos'.
Por esta última frase, se entendía que la intransigencia
de su actitud hubiera comprometido a todo el hospital.
Al amanecer del viernes 14 de junio -día en que los
alemanes tenían que entrar en París- se había
arreglado cuidadosamente, se había afeitado, él
mismo había atado alrededor de su barba el velo mortuorio,
después, acostado sobre un diván, se había
inyectado la dosis mortal, minuciosamente calculada.
¿Era aquella la única solución posible?
En absoluto. Otros han vivido y hoy además son útiles.
Pero Martel, siendo lo que era -de una pieza y sin junturas-,
Martel que no retrocedía nunca debía -como ha
dicho Tharaud- 'saltar a la eternidad con la misma decisión
que mostraba en los casos desesperados'.
No hubiera sido necesario que todos los franceses, el 14 de
junio de 1940, se hicieran el hara kiri, pero sí que
uno de los más grandes hubiera dicho a los vencedores:
'Me niego a vivir en un mundo en el que vais a destruir todo
cuanto amo'. Más de uno que lloró al amigo y
echó de menos al hombre irremplazable, sintió
a Francia engrandecida por el gesto. Un país necesita
de héroes legendarios: "Thierry de Martel es uno
de los nuestros. Los discípulos de Sócrates
hubieran preferido que aceptara huir a Tesalia; pero fue la
cicuta lo que hizo inmortal a Sócrates
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Mi hermano mayor |
Yo
tenía un hermano mayor;
era siempre cinco años más amable y más
sereno;
quería un escritorio y un caballo
y una manera nueva de contar los sueños
y una mina de azúcar, de seguro.
Le gustaba leer y razonaba,
a veces era tierno con las cosas
pero yo nunca vi que fuera un niño.
Era un hermano mayor con todo su traje azul marino,
con toda su camisa blanca, blanca,
con toda su corbata guinda oscura muy de gala.
Yo tenía un hermano mayor
de pie sobre la luz;
me daban miedo las calles en la noche
y el corredor oscuro de la casa,
me daba miedo estar a solas con mi abuela,
pero tenía un hermano mayor
sobre la luz cantando.
Mi hermano mayor también era un fantasma,
una calavera dientona,
una carcajada de monje a media noche.
Mi hermano era un muchacho blanco y sin anginas.
Por eso nunca nos comimos juntos
ninguna jícama del camino
ni rompimos de guasa los vidrios de las ventanas
ni nada que yo recuerde hicimos juntos.
Ni jugamos ni fuimos enemigos.
Éramos buenos hermanos, como dicen.
Se habló de inteligencias y de escobas,
se discutió sobre los pantalones cortos y las hostias
y el carrito con ruedas de patines;
se supo y se dijo que mi modo era grosero
y mi cabello oscuro.
El era siempre mejor que yo
cinco años.
Hace cinco años se casó mi hermano.
El que se casa pobre
tiene que andar cuidando su manera de contar estrellas,
tiene que andar despierto y trabajando, qué remedio.
Se tiene que acabar de cuajo con los sueños, sin decoro,
sin tocarse la vena, sin énfasis ni estilo,
como el que dice que no sabe de dónde viene el hombre.
Hace cinco años que no crece ya mi hermano.
Mi hermano,
mi hermanito menor, mi consentido."
Alejandro Aura, poeta mexicano
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La silla del águila" es la última
novela del escritor mexicano Carlos Fuentes publicada por
Alfaguara. Una historia con episodios devastadores acerca
del poder político en su país, ministros y presidentes
ambiciosos, mujeres lujuriosas que ejercen su particular dominación
y un mundo extraviado en los discursos de la democracia. El
libro aparece dos años después de "El instinto
de Inez", la historia de un amor tardío entre
dos amantes de la música.
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El crítico
más controvertido de España en la primera
mitad del siglo XX, y el primero en escribir en aquella
época sobre Proust, Joyce o Conrad, fue el Marqués
de Montesa, Antonio Marichalar. Su sagacidad, su visión
del futuro y su gran conocimiento permitieron difundir,
entre otras cosas, obras como las de la "generación
del 27". Una atractiva colección de sus "ensayos
literarios" acaba de ser publicada por la Universidad
Pompeu Fabra, de Barcelona. Así, el académico
de la Real Academia de Historia vuelve a estar, años
después de su muerte, en el apetecible menú
de las lecturas recobradas.
Un biofísico, Eduardo
Llerenas, y una periodista, Mary Farquharson, son los fundadores
de una novedosa casa disquera, dedicada a promover la música
tradicional de México y del Caribe. Su nombre, Discos
CoraSon. Antología del son de México ha sido
una de las más exitosas producciones. Discos CoraSon
nace de la misma semilla que la disquera inglesa World Circuit
Records, especializada en música popular de África
y del Caribe. Un grupo de investigadores musicales ha fortalecido
esta aventura, apoyada también por medios culturales
como los de la BBC, con los que han efectuado valiosos documentales
sobre el tema.
Conviviendo con los Kogi,
en algún lugar de la Sierra Nevada de Santa Marta
en Colombia, se encuentra Antonio Briceño, un fotógrafo
venezolano cuyo trabajo documental con los indígenas
ha sido premiado por el Ministerio de Cultura de Colombia.
"Mi intención con este proyecto es reivindicar
las culturas indígenas de Latinoamérica. En
mi país prácticamente las aniquilaron y las
que sobreviven se han transculturizado en su totalidad".
Un trabajo que vale la pena conocer.
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