MEDELLÍN, COLOMBIA, SURAMERICA No. 288 SEPTIEMBRE DEL AÑO 2022 ISNN 0124-4388
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Les he de confesar, antes de empezar, que me he enamorado por primera vez, sin saber siquiera lo que significa enamorarse o amar, porque nadie más ha tocado mis manos con fuerza, porque una respiración nunca me hizo cerrar los ojos, porque siempre supe lo que era no amar. ¿Cuántos corazones laten a la misma vez, al mismo ritmo, mientras el vértigo solo lo siento yo? Marearse, caer, trasbocar en las noches tratando de limpiar un dolor que se refleja en sueños repetitivos. Así no, ya no más. El amor tóxico está de moda, de hecho, todo lo tóxico lo está. ¿Será porque ya solo nos reflejamos en la intoxicación, muriendo en el ácido, mutando en el ardor de una piel quemada?
Quiero un amor griego, pero para eso tuve que haber nacido hombre y en otra época. Quiero un amor griego como el de Aquiles a Patroclo, para que maten a todos los que me asesinaron un poquito. Quiero un amor griego para hallar la sabiduría en el sexo. Las leo, ahí, tristes, desamparadas, como mujeres que nacieron. En un alado amor que nunca tuvo alas, que caía y no volaba. En las plumas que se pegaban una a una, de la sangre fría y seca, de los ojos perdidos que nunca sintieron los del otro. Las plumas dolían en la espalda, enterradas a la fuerza en su propio intento por sentir.
Helena y su ilusión; no pudiendo amar, pero creyendo que ama. Penélope, fiel en su espera. Hera, en su lucha por el amor imposible. Es la voz de ellos, en esos sentimientos que les predicen que las van a dejar. Tan impotentes, tan frágiles, en sus pensamientos, en un remolino que las destroza segundo a segundo, y solo les deja esas alas, pobres, impuestas, retorcidas y marchitadas en un cuerpo que nunca fue amado.
Si la tragedia está atravesada por el pathos, ¿Qué tanto habrán sufrido ellas para actuar por pasión?, viendo cómo les son infieles, viviendo en el mal de la esperanza. Y mis oídos han escuchado sus lamentos, pero también las voces de quiénes las juzgan, por celosas, por pacientes, por amar a varios o a ninguno, por lo que sea.
Y así somos, como todas las mujeres de la historia, esperando. Esperando al príncipe perfecto, que nos salve de nuestro propio yo. Los días pasan y los años se agotan; mis tías solteronas aún miran por la ventana si sienten pasar un carruaje, así sea la moto del malo del barrio, lloran en silencio por no haber encontrado al amor de su vida, por esperar a los soldados que les juraron amor eterno y nunca regresaron, por el chiquillo con el que jugaron a conocer las inocencias de un cuerpo que siente cuando lo tocan, pero que, al crecer, huyó de vergüenza y temor. Tejen, tejen como Penélope, algunos vestiditos para sus sobrinos, sus cobijas, sus toallas, cosen como Amaranta para acurrucarse en su propia muerte.
Hombres pasan como las horas, en amores cortos para nunca recordar o recordar como el único. Hombres pasan en nuestras piernas consolando a la niña, golpeando a la mujer, rejuveneciendo a la anciana. Porque una mala lengua antioqueña como la de Argos, le dio por contar los secretos de Penélope: “el chisme que cuentan es que no hay tal que Penélope se hubiera aguantado las ganas todo ese mundo de años, sino que con todos y cada uno de los pretendientes se había acostado, y que cuando llegó Ulises y se dio cuenta que ella le había puesto unos cachos más grandes que los de Olafo, la mandó pa’ la porra, y la porra fue la ciudad de Mantinea, donde se la encontró un día en la calle el dios Mercurio y se la llevó pa’ un motel y de ahí fue que vino a nacer el amigo Pan”.
Peligro de sentir. Peligro de esperar. Ulises, un peligro. Porque mientras Penélope lo amó en recuerdos de otros hombres, él no la amó en los brazos de otras mujeres. El tiempo envejeció el amor, le dio un golpe de realidad a ella que espera entre llanto, en un no saber si la muerte ya los separó.
¿Regresar o esperar? Esperar no es amar, regresar tampoco lo es.
Zeus, el dios más grande, cayó en un engaño gracias al sexo. Débil la carne. Ya nos contaba Homero: “Jamás la pasión por una diosa o por una mujer se difundió por mi pecho, ni me avasalló como ahora; nunca he amado así, ni a la esposa de Ixión...”, pero, ¿quién le cree después de una larga lista de mujeres?, ¿quién le cree que la pasión es amor? Hera y también cualquier mujer; caemos, no por la carne, sino por el sentimiento, porque a veces el alma, que siempre dijimos que no teníamos, aparece. Nos aferramos a sentir, lo que sea, así sea dolor.
Hera… un corazón, puede soportar muchos engaños, pero se va rompiendo poco a poco, hasta que deja de latir. Y, sin embargo, ¿quién sería Zeus sin Hera? “Zeus, por cuyo trueno tiembla la anchurosa tierra”, pero Hera no tiembla. “Obedece mis palabras”, pero Hera no obedece. Es salvaje, libre en su obstinación. ¿A qué costo? Se opone aun sabiendo que le puede hacer daño, ella no es la mujer del animal. Ella es el animal, que Zeus mira como un gatito, teniendo una leona enfrente. Se opone como si de eso dependiera su amor, sin miedo. “Zeus, el esposo de Hera”.
Y el amor es tan incontrolable que causa guerras, o eso dicen. Las balas atraviesan el cuerpo, pero, el amor atraviesa el alma. Helena se lo tomó muy en serio, bueno, ella no; sus hombres. Pobre juguete, excusa de muertes, culpada de infiel cuando ella nunca decidió amar a otro hombre. Casi puedo escuchar a la niña cachitecolorada que sale corriendo con su amor, un muchacho de tierra, para no casarse con un hombre de machete y bozo de brocha. Obligada a amarlo mientras su corazón le pertenece a alguien más.
Desmayada, sin alma. La belleza la derrotó, el encanto la maldijo, la privó de la elección, del verdadero amor. Helena, un premio y nada más, ¿alguien le preguntó qué quería? “Peleemos por Helena y sus riquezas: el que venza, por ser más valiente, lleve a su casa mujer y riquezas”. Invisible.
Después de todo, ya no quiero un amor griego.
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